La lavandera
Pepe Monteserín
13 diciembre, 2007 01:00Pepe Monteserín. Foto: Herminio Sánchez
Después de su originalísima narración La conferencia, Monteserín ha dado un salto casi hípico: de escritor asturiano se ha transmutado en escritor mexicano para narrar la historia de Soledad, una lavandera que pasa buena parte de su vida enamorada del poeta romántico Manuel Acuña, muerto en 1873, a los 24 años. En realidad, el salto del novelista es relativo, si se piensa que, como en La conferencia y en otras obras del autor, la literatura ocupa un lugar esencial, como referencia, fondo y motor de las acciones. El relato de Soledad va reconstruyendo la vida de Acuña, reproduce numerosos poemas, lo sitúa entre otras personas reales, como su amada Rosario de la Peña, diversos poetas de su entorno o sus amigos Juan de Dios Peza e Ignacio Altamirano, e inscribe los hechos, muy detalladamente, en el turbulento México del último tercio del siglo XIX, merced a una tarea previa de documentación y acopio de datos que le ha permitido mezclar ficción y realidad, al modo de los Episodios galdosianos, de la serie barojiana sobre Aviraneta o, más exactamente -si atendemos a ciertos rasgos estilísticos-, de las novelas del Ruedo Ibérico, de Valle-Inclán.Monteserín es un escritor diestro e imaginativo. Pocos hubieran resistido como él la prueba de organizar una historia contada por un hablante mexicano -de un determinado estrato social, además- manteniendo la naturalidad y la propiedad idiomática exigibles. Los pocos deslices observables no afectan al uso de los mexicanismos, sino a la introducción de algunos giros o acepciones modernas del español, inexistentes en la época del relato. Soledad no puede decir "edificio multiusos" (p. 66), "decisiones […] de alto riesgo" (p. 108) o "conllevar" (p. 142) con la acepción moderna de ‘comportar’, porque no son formas posibles en su habla. A cambio de ello, la prosa está llena de formas imaginativas e inesperadas que demuestran la presencia de un buen escritor: "Un larguísimo florete le atravesó el corazón al capitán, y a la Rosarito. Después, ella le rompería el corazón a don Manuelito, y don Manuelito haría añicos el mío" (p. 46); "un angosto florero al que se le atragantaba un lirio" (p. 98); "el general Trilles también leía sus décimas, envueltas en las volutas dulzonas de la pipa" (p. 165).
En cualquier caso, cabe preguntarse si el loable esfuerzo de adaptación del autor era imprescindible para relatar la historia de un amor fiel e inalcanzable y delinear el acabadísimo retrato de una mujer como Soledad, que contempla la vida y sus actores a través de las manchas de la ropa y la suciedad de los lugares, hasta el punto de proclamarse "redentora de las salpicaduras" y "quitamanchas de la República" (p. 210). Monteserín se ha visto obligado a intercalar numerosos datos históricos y a hacer desfilar por sus páginas a una serie de personajes que responden a seres reales y que son poco más que nombres en la novela. El mismo Acuña da a veces la impresión de no ser más que un lechuguino voluble. El único personaje profundo es Soledad, y sólo por ad-herirse a su perspectiva y acompañarla en su amor incomprensible y tenaz, convertido en sobria y emotiva melancolía en los últimos capítulos, merece la pena la lectura de La lavandera.