Image: Un mundo sin fin

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Novela

Un mundo sin fin

Ken Follet

10 enero, 2008 01:00

Ken Follet. Foto: Julio Carlos

Traducción de Anuvela. Plaza & Janés. Barcelona, 2007. 1136 páginas, 29’90 euros

Ken Follett (Gales, 1949) reaparece en los listines del mercado de las letras con lo que han dado en llamar la continuación de Los pilares de la tierra (1989) uno de los más sonados best sellers en la historia de la literatura y, como era de esperar, las expectativas sobre Un mundo sin fin, su nueva y voluminosa entrega, se han disparado.

Antes de entrar en materia, quiero anotar mis antiguos prejuicios sobre los libros considerados best sellers: Los pilares de la tierra fue mi primera incursión en el "género best". Accedí a leerlo gracias al reto de un joven amigo. No me arrepiento, porque despojé mi mente de inútiles resabios. Es de suponer que esta aclaración tiene segundas.

Un mundo sin fin no es, como se anuncia, la segunda parte de Los pilares de la tierra. A pesar de que Follet repite fórmula y ciertos esquemas que resultaron efectivos en Los pilares…, Un mundo… es, más que una continuación, una secuela con mayor cantidad de páginas, localizable entre los libros de caballería y las ingenuas novelas pastoriles. A pesar de que su lectura puede resultar entretenida, no alcanza ni la intensidad ni el brillo de su predecesora. Es probable que definirla como la anhelada segunda parte le haya restado su derecho a establecerse por sí misma. Las menciones al glorioso pasado de Jack Builder, lady Aliena o el prior Phillip, protagonistas de Los pilares de la tierra son esporádicas y apenas se aprecian sus parentescos con los nuevos actores del viejo drama que sobrevive en la ciudad de Kingsbridge, el priorato, su catedral, el puente, los malos demasiado malos y los buenos buenísimos. Debe ser que reparar una catedral no es tan apasionante como construirla, aunque esta vez se trate de erigir la torre más alta de Inglaterra.

El autor escoge un período que abarca desde 1327 hasta 1361 y distribuye el peso narrativo entre varios personajes-pilares: Caris Wooler, sanadora, empresaria, feroz defensora de los derechos de la mujer, entre otras cosas priora del convento y que se maneja con una libertad e independencia de criterios digna de la envidia de las más activas sufragistas norteamericanas del siglo XX; Merthin Fiztgerald, el constructor, un genio de mente abierta, tan comprensivo y tolerante que aún hoy sería el sueño de cualquier mujer, es también el bueno incomprendido que al final saldrá triunfante, sobreviviendo incluso a la terrible peste negra. Ralph, su hermano y contraparte, un psicópata de manual que llega a convertirse en conde de Shiring; el prior Goodwyn, intrigante y ladrón, rodeado de personajillos dispuestos a cualquier impudicia con tal de escalar pero, eso sí, todo en el nombre de Dios y una carta con un comprometedor secreto, enterrada en el bosque por sir Thomas de Langley, que servirá de moneda de cambio a más de uno para lograr sus objetivos.

Cuando se aborda una novela ambientada en el pasado remoto, el autor es un mirón armado con un potente telescopio que desde "aquí" observa, narra y enjuicia una época conocida sólo por referencias: no puede ir hasta "allí" ni puede traer los personajes hasta "acá", por eso es menester ser muy cuidadoso a la hora de poner en sus bocas terminologías de rabiosa actualidad como, por ejemplo: "Fue una situación cargada de tensión sexual." (página 694); "Hazme el amor, Merthin." (página 853) Y "la boda se había convertido en el acontecimiento del año." (página 1.063)

El sexo es otro de los platos fuertes de Un mundo sin fin; pacaterías aparte, nos hace sonreír la generosidad con que Follett expone las relaciones homosexuales entre los monjes y monjas, sin desperdiciar los episodios masturbatorios y los encuentros heterosexuales, más propios del destape que de la estrecha y oscurantista época medieval, aderezados con pensamientos tan amplios, que por momentos nos olvidamos de qué va la trama.

Si Los pilares de la tierra es una gran libro al que le sobran varias decenas de páginas, sobre todo al final, donde se afloja ostensiblemente, Un mundo sin fin tiene, entre otras delicias, un happy end de mermelada a la altura de los romances de Hollywood, lo cual no quiere decir que la novela sea un total desperdicio, sino que no es justo sacarla de su encaje. Por lo demás, todas las historias sobre el medioevo saben a barro, huelen a estiércol, a cuerpos sucios, a injusticia y cerrazón, elementos que se encuentran presentes en Un mundo sin fin que, gracias a Dios, sí tuvo fin.

Una estatua en Vitoria

De la fama de este incansable autor de betsellers cuya producción literaria suma decenas de miles de páginas da cuenta el hecho de que hoy se inaugure en Vitoria una estatua en su honor, quizá también como agradecimiento al previsible flujo de turistas que llegará a la ciudad con motivo de que Un mundo sin fin esté inspirada en su catedral. Iniciado en el periodismo de investigación, Ken Follet logró su primer éxito mundial con La isla de las tormentas (1979) -llevada al cine en 1981 con el título de El ojo de la aguja-, a la que siguieron o-tros superventas como Triple (1979), Los pilares de la Tierra (1989), Una fortuna peligrosa (1993), El tercer gemelo (1996), o En el blanco (2005).