Pólvora negra
Montero Glez
15 mayo, 2008 02:00Montero Glez. Foto: Cristóbal Lucas
Montero Glez (Madrid, 1965) es uno de los pocos novelistas actuales con un estilo personal, inmediatamente reconocible por cualquiera que conozca alguno de sus relatos, lo que exige prestarle atención. Sus historias, pobladas de gentes del bronce y teñidas con abundante sangre, y una forma de narrar cortante y seca, distante en apariencia de cualquier floritura pero llena de fórmulas inesperadas -una extraña mezcla de Hammet y Valle-Inclán-, lo aproximan a los confines de la novela negra sin llegar a identificarlo por completo con esta modalidad narrativa.En Pólvora negra, el autor se ha adentrado por vez primera en un hecho real del pasado: el atentado del anarquista Mateo Morral, en plena calle Mayor de Madrid, contra la carroza que transportaba al rey Alfonso XIII y a la reina Victoria Eugenia cuando volvían a Palacio después de contraer matrimonio. El asunto tentó a varios escritores. De él arranca la novela de Pío Baroja La dama errante -que transforma el apellido del anarquista catalán en Brull-, y al atentado y a su autor dedicaron diversos textos, algunos no exentos de simpatía, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna o Pérez de Ayala, entre otros autores de la época. Montero Glez se ha valido de numerosos testimonios históricos y de crónicas periodísticas para trazar el marco histórico de los sucesos, pero, en realidad, lo que le ha importado más -y lo que destaca sin duda por encima de cualquier otro elemento de la novela- es la creación y el desarrollo de un personaje: el teniente Beltrán, principal encargado del caso y prototipo del policía brutal, torturador y corrupto, que no duda en valerse de su cargo para sojuzgar a los demás y es capaz de entretenerse en expoliar a los muertos por el atentado mientras corre en busca del autor.
Cierto que hay otros personajes, algunos históricos, como Romanones, esbozados con sutileza. Pero es en el retrato del teniente Beltrán, compuesto por trazos gruesos del más violento escorzo expresionista, donde se reconoce mejor el peculiar estilo narrativo de Montero Glez. En este punto y también en la creación de ciertos ambientes suburbiales y mugrientos -no más, por otra parte, que las pestilentes calles del centro urbano, cuyo hedor se consigna sin cesar- donde se mueven personajes que parecen herederos de los golfos y las prostitutas de La busca barojiana (referencia y modelo ine-vitables, al parecer, en historias como ésta, aunque Montero Glez intensifique los elementos repulsivos y escatológicos).
El relato, dividido en tres partes, empieza casi por el final para retrotraerse luego, en sucesivas analepsis, hacia los comienzos de la historia, lo que permite presentar en alguna ocasión la misma escena desde ángulos diferentes (confróntense, por ejemplo, los capítulos 2-3 de la primera parte y con el 26 de la segunda). Hay quizá una preocupación constructiva mayor que en las novelas anteriores del autor, el cual salpica el texto con multitud de novedades expresivas y fórmulas o acuñaciones sorprendentes: "Traía el ceño de cemento, el morro prieto y el relieve del bolsillo anunciando hierro" (p. 17); o bien: "un tipo coloradote y polvoriento como tomate recién cogido" (id.). Pero ciertos hallazgos se repiten con exceso. Una mirada de Beltrán se describe así: "el teniente Beltrán le bañó con el plomo derretido de sus ojos" (p. 270).
Ahora bien: a estas alturas de la novela se ha mencionado tantas veces, con mínimas variantes, el "plomo" de los ojos, la mirada de plomo o los "ojos como dos monedas de plomo" que la novedad se ha diluido por puro desgaste. Lo mismo cabría decir de otras acuñaciones, como el olor a "perro enfermo" que invade la ciudad, los "bigotes como manubrios" de un personaje o la cabeza "en forma de bala" del teniente. Y no se trata de tics caracterizadores como los utilizados por muchos novelistas, desde Galdós o Dickens hasta Cela, sino de hallazgos aprovechados hasta la saciedad que, por ello mismo, se convierten pronto en fórmulas congeladas e inertes. He ahí una peligrosa tentación que convendría corregir, lo mismo que algún desliz de otra naturaleza (el "catorceavo tercio de la Guardia Civil", p. 80) o ciertas puntuaciones más rítmicas que gramaticales: "le dijo que, lo del coche, estaba difícil" (p. 47); "tanto que, raro era el día, en que no se producía atropello" (p. 48), etc. A pesar de ello, Pólvora negra no es una novela más, sino la confirmación de un autor con dotes poco frecuentes para narrar.