Image: Cielo nocturno

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Novela

Cielo nocturno

Soledad Puértolas

26 junio, 2008 02:00

Soledad Puértolas. Foto: Begoña Rivas

Anagrama. Barcelona, 2008. 242 páginas, 17 euros

Una vez más se produce un hecho reiterado en la narrativa española de las últimas décadas (y también en la literatura de Soledad Puértolas): la historia se plantea como el relato en primera persona de una mujer que evoca su infancia y su adolescencia y que, en multitud de detalles, deja entrever la íntima relación entre ese personaje y la autora, entre el sujeto del relato y su creador. En esta incierta frontera que separa -o une- los ámbitos de la realidad y de la ficción, y que tan transitada está resultando últimamente por parte de muchos escritores, se sitúa Cielo nocturno. Para evitar una lectura inadecuada del texto, que consistiría en calibrar esforzadamente la proximidad o el alejamiento de los hechos narrados con respecto a la realidad biográfica conocida, lo aconsejable en estos casos es considerar el conjunto como una ficción y no como obra en clave. Resulta imposible, sin embargo, desprenderse de la sensación permanente de que en las páginas de Soledad Puértolas hay muy poca creación imaginativa -porque el simple procedimiento de transformar o desfigurar topónimos o nombres no puede considerarse invención-, puesto que lo que ha contado para la autora es sobre todo la mirada retrospectiva que reaviva una conciencia y recrea un tiempo pasado. Cuando un personaje episódico, Matilde, cuenta someramente su turbulenta historia a la narradora, ésta reflexiona: "Aquella mujer me había hablado del pasado como si no se lo acabara de creer, como si estuviera observando, muchos años después, a la joven que había protagonizado la escena de la navaja para poder contárselo a los demás, porque sabía que todo eso iba a desaparecer y, si no lo contaba, nadie sabría que había existido" (p. 210). Y poco después: "Era su pasado, pero ya estaba muy lejos, se había independizado de ella. Parecía querer saber qué rasgo de aquel pasado tan remoto se mantenía en su vida. Por eso lo rememoraba y lo relataba" (p. 211). ésta es también, mutatis mutandis, la actitud de la autora-narradora de Cielo nocturno. Por eso todas las evocaciones, los recuerdos infantiles y familiares, el desfile de parientes, vecinos, condiscípulas y monjas del colegio, compañeros de la universidad y enamorados más o menos duraderos, todos ellos con su nombre y su filiación, aparecen siempre referidos a la innominada y omnipresente narradora, perspectiva única que filtra y refleja las informaciones que llegan al lector. No es extraño que haya una diferencia muy marcada entre la profundidad psicológica de este personaje y la superficialidad y previsibilidad de casi todos los demás, a pesar del esfuerzo por dotarlos de historias que los singularicen, como en los casos de la madre Rubio, Mauricio, Carlos, Concha Aínsa y otros. Tal vez sólo la madre, caracterizada sutilmente, alcanza el nivel de autenticidad que en la mayoría se echa de menos.

Mientras la novela es un relato de experiencias de la infancia y la adolescencia, la novedad de sus páginas resulta más bien escasa. Hemos leído demasiadas veces cosas parecidas. El momento en que la historia se adensa y se eleva es cuando aquella etapa se esfuma definitivamente y el reencuentro, años después, de algunos personajes despierta en la narradora la conciencia temporal. La mirada retrospectiva deja paso a una reflexión casi elegíaca acerca del virgiliano fugit irreparabile tempus. Primero son las reapariciones de Concha y Dolores, ya casi irreconocibles; luego la de Elena, antigua compañera del colegio. Más tarde, Carmen Gómez Moraleda. La noticia de la muerte de Mauricio y la negativa a prolongar artificialmente la relación con su hermano marcan el final de una etapa. Poco a poco, los sucesos se han ido elevando del terreno anecdótico al plano simbólico, y hasta el paisaje adquiere en las últimas páginas la función de transmitir un estado de ánimo, al modo del mejor Baroja. Todo el desenlace de la novela es lo mejor del conjunto, a pesar de ser excesivamente explícito. Y la prosa de la autora, en general adecuada al tono del relato, sólo acusa algunos descuidos: "Cuando la tía Inma había cumplido dieciocho años, había hecho las maletas y se había ido a Francia […] No había pedido permiso…" (pp. 8-9); "este sentimiento de extrañeza que muchas veces siento" (p. 78); "la atención de los demás no parecía tan atenta" (p. 127).