Image: El silencio de los claustros

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Novela

El silencio de los claustros

Alicia Giménez Bartlett

15 mayo, 2009 02:00

Alicia Giménez Bartlett. Foto: Christian Maury

Destino. Barcelona, 2000. 426 páginas, 18 euros

He aquí una nueva y embrollada intriga resuelta por la inspectora Petra Delicado y el subinspector Garzón, la pareja de policías creada hace doce años por la escritora Alicia Giménez Bartlett (Almansa -Albacete-, 1951) y que cuenta ya con un nutrido grupo de historias y un buen número de lectores. Con una madurez creciente, la autora ha optado siempre por no plantear únicamente un misterio cuya solución fuera el objetivo exclusivo del relato, sino que se ha esforzado por encuadrar el enigma en un entorno barcelonés determinado -la burguesía acomodada, los estratos más tenebrosos de la sociedad o, como en este caso, la vida monástica-, de tal modo que la novela de intriga tiende más bien hacia la modalidad de la novela negra de estirpe norteamericana, en la que los ambientes y el retrato de personajes tienen tanto peso al menos como el misterio planteado. Por otra parte -y aquí se hace evidente una vez más-, los delitos investigados pueden constituir un enigma en apariencia indescifrable, pero, a la postre, los móviles últimos del crimen hunden sus raíces en los impulsos más primitivos del ser humano: la codicia, la pasión amorosa, la envidia, el afán de dominio… En El silencio de los claustros continúa la afortunada caracterización de ambos policías, que acaban de estrenar -Petra por tercera vez- el estado matrimonial que alcanzaban en el desenlace de la novela anterior. Esto permite a la autora completar el perfil del personaje central enfrentándolo a situaciones domésticas nuevas, derivadas de la relación, no siempre fácil, con su marido y con los hijos de éste, motivo tratado con más detalle que la vida familiar del subinspector Garzón. Sea como fuere, la pareja de investigadores ofrece, como era de esperar, pocas novedades, aparte de confirmar el carácter tenaz y arisco de Petra y la controlada serenidad de Garzón. Sí la tienen, en cambio, algunos personajes de la historia, como la madre Guillermina, curioso ejemplo de superiora conventual -que hubiera ganado varios enteros sin la intromisión explícita de las opiniones de Petra-, o la hermana Domitila, cuya personalidad se acrecienta con el transcurso del relato; incluso está bien trazado algún tipo episódico, de aparición fugaz pero rotunda, como el anciano patriarca de la familia Piñol. Para el psiquiatra Beltrán, en cambio, la autora ha manejado el recurso fácil de los tintes excesivamente caricaturescos.

En cuanto a la complejidad de los obstáculos puestos en el camino de la investigación, es preciso reconocer que es aquí mayor que en otras obras de la escritora, y obliga a evocar con soltura sucesos de la historia más lóbrega de nuestro siglo XX.
El lector de Alicia Giménez Bartlett no se verá defraudado por la urdimbre de la historia, a la que tal vez le sobren ciertas acciones repetidas o demasiado pormenorizadas, idas y venidas narradas con pocas variaciones y ciertas reflexiones de Petra que, como ya se ha sugerido, facilitan una percepción de los personajes que el lector tendría que alcanzar por sí solo. Acaso la autora debería pensar en el futuro que sus lectores son adultos y no necesitan andaderas para transitar por los recovecos de la historia narrada.

El lenguaje es funcional, adecuado a la narración, apoyado sobre todo en los diálogos, y sólo cabe señalar algunos usos erróneos ("trentino" por "tridentino", p. 108; "susceptible" por "capaz", p. 139); galicismos crudos e innecesarios ("librarse" por "dedicarse", p. 236; "hesitación" por "duda", p.245), estiramientos léxicos gratuitos ("culpabilizar" por "culpar", p. 199; "uniformizar" por "uniformar" (p. 387) o algunos catalanismos ("apañarse" por "arreglárselas", p. 213; "hacen un documental" por "proyectan", p. 234: "parada" por "puesto de venta", p. 310).