Mantis
Mercedes Castro
14 mayo, 2010 02:00Mercedes Castro. Foto: Mondelo
Su relato en primera persona, donde se mezclan evocaciones, hechos presentes y aseveraciones de equívoco sentido, permite ir descubriendo poco a poco un mundo que se revela como una auténtica galería de horrores. Los encuentros esporádicos y casi siempre únicos con amantes ocasionales, seleccionados con la misma actitud calculadora y vigilante con que un animal predador acecha a la futura presa, sugieren inicialmente el motivo tradicional de la equivalencia entre el hambre y el deseo sexual, y el lenguaje, usado con extremada sutileza, se encarga de subrayar esa impresión.
Así, desde la escena nocturna entre Teresa y Benjamín, el lector -sobre todo si no ha reparado con atención en el título de la obra- se deja arrastrar por algunos excesos verbales que interpreta como manifestaciones metafóricas de la pasión desatada: "Mientras le beso […] la voz aterciopelada de un cantante muerto susurra lenta y sentida mis verdades, las que Benjamín no sabe, las que descubrirá pronto con el pecho desgarrado y el corazón despedazado, ésas que intuyó por un momento…" (p. 41). Algo semejante ocurre cuando, al contemplar a un individuo que le parece atractivo, Teresa evoca la despensa en que lleva a cabo sus experimentos gastronómicos con nuevos platos ("pienso […] en la balda de mi frigorífico llena de carne empaquetada, incluso en el horno de piedra detrás de mi residencia", p. 73), sugiriendo una vez más esa equiparación entre gastronomía y sexo que vertebra la novela.
El lenguaje orienta en una dirección equívoca, y sólo poco a poco, a medida que las informaciones van haciéndose más transparentes y explícitas, tendrá el desprevenido lector que entender en sentido recto lo que antes juzgó exceso metafórico y adentrarse por los recovecos de una conducta escalofriante que, con un tratamiento menos sutil, hubiera dado origen a un relato truculento y de grand guignol al que Mantis se acerca en muchos momentos. Por fortuna, la habilidad narrativa de la autora ha permitido mantener un equilibrio que únicamente se rompe al final, cuando, en medio de un desenlace precipitado e insuficiente, se añade la última información sobre la madre, claro recuerdo de Psicosis, de Hitchcock.
Este retrato de una mente perturbada no carece de flaquezas, de convenciones que es preciso aceptar para no mermar la verosimilitud interna de la historia (la nula sospecha sobre las actividades de Teresa en su "laboratorio", el comportamiento de la pareja policial, el papel de Germán), pero también acierta al esbozar algunos tipos (el antiguo anarquista convertido en librero integrado en el mundo del capital, el pintor que es un artista fracasado) y contiene pasajes brillantes, como el dedicado a enumerar los peligros del hogar que acechan a la mujer embarazada (pp. 355-356).
Mercedes Castro es una escritora repleta de literatura -y no sólo por los intertextos que se deslizan en el discurso, la mayoría de los cuales se detallan al final-, bien dotada para el relato y cuya trayectoria puede ser, sin duda, creciente cuando la autora silencie voces ajenas y llene por completo con la suya el espacio narrativo. Y cuando pode usos idiomáticos erróneos o rechazables: "Todo hombre es susceptible de llamarte inútil" (p. 145), "se dignen a hablarme" (p. 403), "se niegan a vivir acorde a ellas" (p.329). También son desaconsejables "dintel" por ‘umbral' (p. 285) o "tema" por ‘asunto' (p. 117), además de algunas expresiones inertes o tópicas: "punto de no retorno" (p. 19), "moto de gran cilindrada" (p. 203), "a día de hoy" (p. 222), o "el día a día" (p. p. 235). Y no falta algún despiste: ¿cómo es que la luz del torreón está encendida (p. 34) si poco antes (p. 28) Teresa la había apagado?