Image: Pistola y cuchillo

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Novela

Pistola y cuchillo

Montero Glez

3 diciembre, 2010 01:00

Montero Glez. Foto: José Ferrer

El Aleph. Barcelona, 2010. 128 páginas, 18 euros


Dice la sobrecubierta de Pistola y cuchillo que este relato está "llamado a convertirse en el gran libro sobre Camarón de la Isla". Es una manera de verlo parcial, pues el cantaor viene a ser, sin negarle protagonismo, casi un pretexto para una recreación de otra índole que desborda su figura. Montero Glez (Madrid, 1965) se aproxima a José Monge con páginas a propósito llamativamente huérfanas de noticias biográficas. Ello se debe a que Camarón adquiere alcance simbólico y da pie a una narración que aborda un arquetipo universal, el mito del héroe marcado por el destino fatal.

El libro -la novela, si se quiere, aunque la propiedad del término sea por lo menos discutible- ofrece una anécdota mínima. El narrador, persona de confianza del artista, evoca la noche, la última que le vio con vida, en que Camarón le hizo ir a la gaditana Venta de Vargas llevando un gallo con el que debían acudir a una pelea amañada. En este reducido espacio se mueven muy pocos personajes: el matrimonio de venteros que atienden con afecto paternal al gitano y un representante dedicado a "la manteca de los artistas". Los recuerdos se disparan hacia el pasado y abarcan con sucintos trazos la trayectoria de Monge desde su infancia de niño muy pobre hasta su temprana muerte.

Este recorrido esquemático acoge una estricta selección de datos: vida caótica, adicción al alcohol y al tabaco, desprendimiento material, ansiosa búsqueda de "jurdós" para el sostén de los suyos, expolio de sus derechos discográficos... Todo ello mediante noticias sumarias, más aludido que explicitado, salvo un episodio que marcó al cantante: el traumatizante menosprecio que el maestro Manolo Caracol le infligió cuando se negó a reconocer el poderío artístico de aquel gitanico rubio. El calor con que el narrador (y el autor) observa y siente al carismático Camarón produce algunas hipérboles hagiográficas: "cualquier cosa dicha por su voz se convertía en profunda reflexión", "aunque sólo fuera en el diálogo más banal, José elevaba la anécdota en categoría", "era capaz de expresar más cosas con un solo gesto que un escritor con palabras", "tenía esa gracia personal que le permitía saltarse la ley de la gravedad a la torera". Estas ingenuidades y el fastidioso misticismo con que se aureola al personaje empañan algo su dimensión trágica. Este perfil, el de un ser abocado a la autoaniquilación, es, sin embargo, el que Montero Glez convierte en motivo central del libro y lo materializa rehuyendo el casticismo y el documentalismo y aplicándole una extrema voluntad de estilo.

Una prosa ágil y directa, animada con un diálogo cortante, y coloreada con gitanismos y voces coloquiales del flamenco sostiene el relato. Este registro popular y narrativo convive con una gran creatividad verbal. Se tiende a las imágenes y metáforas: "las madrugadas de aguardiente y claveles rasgados raspaban en la garganta", un disco "que se convertiría en pezón saliente donde mamarán todos los futuros artistas flamencos", "se ponía a rumiar goloso el dolor", no lloraba sino que cantaba "igual que canta un dios cuando le rompen la lira". El mimo de la palabra (afeado por un ocasional "andase") y de la imagen alcanza la pura greguería: "las farolas vomitan su luz de quirófano sobre el asfalto".

Algo perjudican semejante prurito verbalista, al borde de lo que Marsé tilda como prosa sonajero, y algunas pinceladas poemáticas la eficacia de la narración, pero no anulan su fluidez y viveza. Pistola y cuchillo logra una imagen patética y conmovedora de Camarón de la Isla, un intenso retrato de un artista tan enajenado y absorto en el sacerdocio del arte que le inmola conveniencias y razón hasta límites autodestructivos.