El prisionero de la Avenida Lexington
Gonzalo Calcedo
4 febrero, 2011 01:00En "Suburbio", la vecina de los Cintila no actúa engañosamente movida por el interés, sino impulsada por sus largas horas de soledad y por su deseo de reanudar las relaciones rotas con su vecina. Lo mismo cabe decir de la madre de David en "El gato negro", cuya desolación se transmite a la relación con el niño y donde el intento de recomponer los desperfectos afectivos conduce a un súbito final lleno de patetismo. Matrimonios rotos, padres que se convierten en "una presencia apagada y culpable" (p. 66), seres que, aun conviviendo con otros, se hallan sumidos en su propio círculo personal, como mónadas incomunicables, son el marco de relatos como "Gloria", "Liberar París", "El prisionero de la avenida Lexington", "Viaje a la luna" -que acaso hubiera requerido alguna poda de elementos innecesarios- o "Salvajes de Borneo", entre otros. En el retrato de vidas grises, de seres que parecen haber renunciado a cualquier ilusión, de individuos cuya existencia es un continuo e imparable ir a menos, exhibe Calcedo una destreza innegable. Por eso no hay en estas historias nada extraordinario, ni siquiera destacable; ningún suceso sobresale por insólito o llamativo. Una pátina de cotidianidad vulgar, sin relieve alguno, se extiende sobre las acciones, aunque el lector descubra, por debajo de esta capa grisácea que parece unificarlo todo, el latido humano de unos pobres seres sin horizonte.
Hay en el conjunto -de una calidad más que estimable- algunos cuentos un tanto pálidos, como "Audiencia con el rey Wiko Boo III" o "El bailarín", que aparecen, sin embargo, compensados con la excelente factura de títulos como "El prisionero de la avenida Lexington" -donde la soledad del niño y la del anciano profesor revelan su índole análoga en la breve comunicación a distancia mediante los parpadeos de una lámpara- o "El árbol", historia de una penosa frustración que es todo un fracaso vital, en la que el árbol sacrificado, como soporte de valores símbólicos, ayuda a conservar precariamente las ilusiones perdidas. Buena prosa, que no elude la metáfora ("La silla crujió con un comentario astillado", p. 127), aunque tampoco algunos deslices: "No le oigo […] le conozco" (p. 53, referido a un gato); "seguido la delatora se precipitó…" (p. 84); "seguido me preguntó…" (p. 109, en ambos casos por ‘seguidamente'), más una construcción como "no se dignó a compadecerse" (p. 74), inaceptable estigma en una escritura por lo general correcta.