Cuando los dioses duermen
Erwin Mortier
13 julio, 2012 02:00El relato de Helena, que creció en el seno de una familia belga acomodada antes y durante la I Guerra Mundial, mezcla la Historia, los horrores del sangriento conflicto, de una contienda sostenida en las frías trincheras, que produjo incontables heridos e infinidad de mutilados, los que físicamente perdieron un miembro y quienes quedaron huecos por dentro, por el miedo vivido, por el dolor de ver a los compañeros morir, etcétera. Y todo, como dije, entreverado con las conversaciones mantenidas con Rachida, que tienen lugar en el presente.
Antes del conflicto, Helena y su familia vivían una existencia burguesa regalada, disfrutando de una elegante casa en la ciudad, posiblemente Gante, una finca en el campo, y las ventajas que permitía el dinero. La madre, muy estricta, aparece como la protagonista de estos momentos, y actúa como la guardiana de los valores sociales burgueses, basados en una estricta división de clases, el guardar las apariencias, y así, que al terminar el conflicto bélico perderán su validez. Durante la guerra, Helena, entonces una mujer joven, se enamora del soldado y fotógrafo inglés Matthew Herbert, que la llevará a ver la guerra de cerca. Después acabarán casándose y teniendo una hija.
Destaco dos temas que guadianean por un texto excelentemente traducido del neerlandés. Primero, Bélgica, esa "nación siempre ocupada en abrigar su propio vacío" (pág. 105), y segundo, la reflexión sobre la lengua. El narrador envidia "el vocabulario cromático [de los pintores]. Envidia por ser incapaz de moler el lenguaje en un mortero y volverlo más líquido [...] crear nuevos colores agregando un poco de una palabra al polvo de otra" (pág. 147).