El libro uruguayo de los muertos
Mario Bellatin
20 julio, 2012 02:00Mario Bellatin. Foto: Domènec Umbert
"Una de las características de mi escritura es precisamente no tener una conciencia clara de los proyectos que esté por llevar a cabo. De alguna manera dejo que las palabras fluyan y que sean ellas las que marquen los límites y rumbos de los textos", escribe Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) en la página 97 de esta novela que tampoco lo es del todo, no sólo por su carácter fragmentario e inconexo, sino porque a lo que más se parece es a una larga carta/diario de Mario Bellatin a una persona desconocida (para el lector) y a la que el protagonista sólo vio en una ocasión que, de algún modo, le dejó huella (posee una fotografía del vaso en el que bebió y comparten ciertos gustos intelectuales). No hay pues, en este libro, argumento claro ni voluntad de tenerlo, parece más bien una excusa para que Mario Bellatin nos hable de sí mismo y de ese otro Mario Bellatin que es su personaje o alter ego literario.Hay autores como César Aira o Rodrigo Fresán cuya lectura supone también una experiencia o viaje mental por los muchos senderos y puntos de fuga que nos proponen, pero, a diferencia de Bellatin, acaban sosteniendo en alto una narración independiente de ellos mismos, una historia creciente en la que sumergirse. Bellatin elige, en cambio, la autorreferencia constante para informarnos de sus cambios de automóvil, de sus tipos de perro, de las cámaras fotográficas que posee, de sus achaques de salud, de los medicamentos que toma, los analistas y psicólogos que visita, las operaciones a las que se somete, los masajes que le da un hombre ciego, o las reuniones islámicas sufíes a las que asiste ("con sed de Dios" y "reconstrucciones místicas" a través de figuritas de Playmobil).
Dentro de ese aire de confesión sabremos de sus viajes a La Habana con Sergio Pitol a la busca de unos curiosos muñecos luminosos del Malecón y la bahía y nos pondrá al tanto de sus muchos encargos literarios y fotográficos, ediciones, traducciones, textos-imagen, entrevistas, congresos, encuentros con un poeta indígena travesti… Abunda en especial en su fascinación por Frida Kahlo, lo que da pie al relato de un viaje en busca de una supuesta Frida Kahlo que aún vive y atiende un puesto de alimentos en el mercado. Algunos momentos de ese viaje lo acercan, sin el vuelo de aquel, al Baroni de Chejfec. Sin embargo, sus apelaciones de pertenencia a una élite intelectual-espiritual (que incluye amigos antropósofos suizos) recuerdan más al argentino Zooey. Quizá lo mejor del texto sea su comprensión y explicación de la iconografía de la muerte (y de la muerte misma) a lo largo de la historia de México. Hay un cultivo deliberado del feísmo en esas descripción de las mortajas de papel que desea para su propio funeral, una celebración con pétalos y derviches girando a su alrededor.
Sórdido y tremendista es el relato de la familia propia, una negatividad que parece querer equilibrar con anécdotas más humorísticas como la del cuidador de ratas uruguayo llamado Heráclito, o el extraño vendedor de zapatillas de ballet. Queda claro el deseo del autor por encontrar nuevos caminos y formas en lo personal y en lo literario, su sentido de búsqueda y de captura de un instante en el que espacios y tiempos transcurran circular y simultáneamente conteniendo a vivos y a difuntos, "animas y sueños", aunque, al no seleccionar los materiales ni apuntar a un blanco concreto, afronta el riesgo de escribir de modo intrascendente con citas y aderezos de trascendencia.