Image: Alabanza

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Novela

Alabanza

Alberto Olmos

9 mayo, 2014 02:00

Alberto Olmos

Random House. Barcelona, 2014. 389 pp. 19'90 e. Ebook: 10'99 e.

En el año 2019 que casi podría ser 2014, la literatura y Dios comparten una misma forma de desaparición en Occidente: aún hay quien cree en ellos, aún hay instituciones a ellos consagradas (en el caso de la literatura, poca cosa: rincones digitales), pero no vertebran el mundo ni tienen incidencia real. Sebastian Bel, un escritor de culto sin ventas que, harto de martirologios, decidió escribir un best-seller cuyo éxito le supuso el desprestigio definitivo ante los cardenales de la "Gran Literatura", llega a un pueblo casi deshabitado y sin conexión a Internet. Lo acompañan su novia Claudia, la sombra de rumores perversos sobre su pasado y la voluntad de escribir un libro sobre las mujeres con las que se ha acostado. Y a partir de aquí, este hombre que dice no creer en el pasado se zambulle en él con desquiciante convicción.

Alabanza, la nueva novela de Alberto Olmos (Segovia, 1975), experto en polarizar a los lectores, comienza con ese planteamiento y con una frase menguante: "no estoy enamorado de ti". Aunque se ha hablado de ruralismo para explicar el libro, uno entiende que los pasajes más asimilables a esa descripción se mueven en un terreno, digamos, irónico; una ironía, eso sí, no desprovista de seriedad, incluso de convicción estilística. Así, esas listas de recuerdos que elabora Bel sólo podrían leerse como un cliché ejercido confesamente, y sin embargo con gesto reconcentrado. Leído así, el primer tercio de Alabanza me interesa mucho, y en su apelación al mundo del pueblo late una presencia casi tan masiva como en Ejército enemigo de la bulla digital y la ciudad: hay ausencias que no lo son. En cambio, entendido con estricta y unívoca solemnidad rural, ese tercio perdería mordiente.

Luego, el libro habla brillantemente de literatura (quiero decir, de escritura) pero a veces se empantana en el territorio del mundillo y la industria literarios. Aquí se habla de blogs, de editores y críticos (sí, hay claras alusiones a gente reconocible, como Constantino Bértolo o Ignacio Echevarría, ninguna con intenciones particularmente benignas), de carrera literaria y estatus. Y reconozco que en esos pasajes, Alabanza me incomoda y agota con su meticulosidad crítica, que apenas deja nada en pie: y esa incomodidad, por si no ha quedado claro, es un éxito indiscutible de Olmos y su voz incansablemente incordiante. También es cierto que a ratos deja de interesarme, como cuando asoma la patita houellebecquiana o en momentos en que la confusión entre literatura y mercado resulta demasiado gruesa, como al establecer ingeniosamente la fecha de 2013 como la del fin de la literatura porque ese año… Le dieron el Premio Nobel a Bob Dylan.

Hay una pregunta recurrente en la novela: ¿cuándo se jodió la literatura? Una buena respuesta que el protagonista de Alabanza encarna con compulsión sería esta: cada vez que es utilizada como pretexto para cualquier otra cosa. Para follar, para ganar dinero, para tener buena conciencia. Sebastian confiesa que la escritura fue para él un ascensor social, y que se construyó durante años una identidad cultural como pasaporte diplomático a la ciudad y la elegancia: "era el anhelo de desclasarse". Por supuesto, en todo ello Olmos pone en juego su propia proyección pública, tan polémica: el autor, ambiguo y fiero en contraste con la depuración estilística que practica, se ensucia las manos mezclando la fe en la literatura y su profesionalización, bastante más prosaica. Hasta que en su giro final, Alabanza revela que la literatura (no la vida literaria) sigue aquí, "replegada" pero capaz todavía de brindar su consolación al lector, en forma de identidad, en forma de amor. Es un final valiente anunciado por cierta alusión a Lars Von Trier, otro creador a quien haremos bien en no tomar nunca por demasiado solemne. Un final que llega con brusquedad, como Dios en las vidas de santos o la identidad del asesino en los thrillers tramposos. En conjunto, Alabanza me parece irregular pero, en sus mejores momentos, se toma en serio al lector con la voluntad de acorralarlo, desquiciarlo y hasta reanimarlo.