La paz de los vencidos
Jorge Eduardo Benavides
11 julio, 2014 02:00J. E. Benavides vivió entre 1991 y 2002 en Tenerife. La descripción minuciosa de aquel espacio-tiempo imprime solidez a una narración rica en coloquialismos, con el sentido del humor de un personaje que sabe tomarse a broma. El conjunto no queda en un mero registro errático (diarístico) de los movimientos del protagonista, sino que se encamina a una buena sorpresa final. La amistad, las amistades de la isla, aparecen como pequeños reductos en los que el esforzado narrador halla un poco de paz y comunicación. El abandono de su novia, Carolina, añadió aún más zozobra a su situación existencial. La pareja formada por Elena y un músico uruguayo de jazz, Enzo, así como un novelista local en horas bajas -J. M "Capote"- son verdaderas tablas de salvación con las que compartir whisky y confidencias y dejar de ser un solitario ("voyeur auditivo") que registra y diagnostica con precisión, como un instrumento afinado, el devenir de sus convecinos y personajes del barrio. Benavides parece solidarizarse con los vencidos sin paz, como esos dos personajes que son el profesor de ciencias jubilado -que saca algún dinero impartiendo clases a jóvenes en la terraza de un bar-, y esa mujer mayor, adicta a las tragaperras. Dispara certeramente contra la vanidad y la hipocresía del mundo literario-cultural, aún más asfixiantes en el entorno reducido de una isla en la que uno puede morir o matar por, digamos, el Premio Canarias. La fascinación por la belleza de Elena, esa suerte de amor inconveniente o imposible, es uno de los motores que agiliza una obra acerca del afán por prosperar y los límites que la realidad impone. Y el exilio, cómo no, "de una Lima que, de tan lejana, ya ni siquiera me es natal".