Órdenes sagradas
Benjamin Black
30 enero, 2015 01:00En esta nueva entrega, Quirke tiene que vérselas con el cadáver de un joven periodista en el Dublín de los años 50
Quirke no cree que exista un Más Allá, pero está convencido de que, de existir, no tendría nada de maravilloso sino que más bien sería un lugar aún más aborrecible y aterrador que Carricklea, el orfanato en el que pasó su infancia, y al que su mente, embotada como nunca en este nuevo caso, el caso del cadáver en el canal, vuelve una y otra vez.Lo más probable es que Phoebe, su hija, que estudió Medicina pero trabaja en una sombrerería, tenga razón cuando dice que su padre es especial porque no hizo algo que todo el mundo hace: crecer. Phoebe cree que una parte de él, una parte importante, sigue siendo aquel pequeño huérfano desamparado. De ahí que el bueno de Quirke, que esta vez tiene que vérselas con el cadáver del joven periodista Jimmy Minor, la clase de periodista que escribe sus artículos en una vieja Remington, a menudo piense en que no estaría mal tomarse unas vacaciones de sí mismo.
Esta vez, ni siquiera un whisky en el McGonagle salva a Quirke del malestar y la profunda vulnerabilidad que demuestra en esta entrega, en la que el maestro Black, que no sólo ha dejado claro que puede meterse en la cabeza de Raymond Chanlder y resucitar a Philip Marlowe sino que está construyendo su propia leyenda, del tamaño de aquellas que hoy son clásicas (Marlowe, sí, pero también Spade, y el resto), coloca a su querido forense en un aprieto, un aprieto personal que le lleva a dudar de sí mismo en un sentido hasta ahora inédito en el noir y que deja claro que puede que Marlowe (y el resto) fuesen superhombres, pero que Quirke no lo es. O, más bien, como Clark Kent, como Supermán, tiene su propia kriptonita (la Iglesia, con mayúsculas, una en la que habitan sacerdotes corruptos como aquellos que convirtieron su infancia en una pesadilla) y cuando la toca, se revuelve, ¿o quizá ocurra algo más esta vez?
El caso es que Jimmy Minor, la víctima, había empezado a escribir un artículo sobre los tinkers, suerte de familias nómadas que viven en campamentos a las afueras de las ciudades, en Irlanda, y al poco, aparece muerto. Había quedado en verse con un tal Padre Hanon. Pero nunca llegaron a encontrarse. O sí. El caso es que el periódico para el que trabajaba Jimmy, el periódico de Diamante Dick Jewell, convierte al chico en noticia de portada, y el miedo a las represalias del asesino lleva a su hermana, Sally, a refugiarse en el apartamento de Phoebe y a Phoebe a protagonizar un inesperado volantazo sentimental que la hará sentirse perdida, tan perdida como el propio Quirke.
Así las cosas, aunque por su resolución y su desarrollo, el caso del cadáver en el canal, resulte poco más que un caso a olvidar, un caso del montón, por la manera en la que lo que ocurre durante su investigación cambia la vida de los protagonistas (la de Quirke, sí, pero también la de Phoebe), se sitúa al nivel del resto. Un nivel cada vez más alto. Porque, aunque no escriba a pluma, como su Doctor Jekyll, el majestuoso y magnético poder narrativo de John Banville está detrás de todo lo que toca Mr. Black, y se nota, y es precisamente eso lo que convierte en un modesto clásico del género cada una de las entregas del también modesto detective sin placa que las protagoniza: porque Benjamin Black no se limita a construir historias, Black, como Banville, como los maestros, crea personajes que no son sólo personajes, que están vivos, en un mundo paralelo al nuestro, el mundo de la Literatura, con mayúsculas.
La sensación al cerrar Órdenes sagradas es la de que el forense Quirke va a seguir ahí, en el punto exacto en el que Benjamin Black lo ha dejado, esperando a que el lector, que esta vez se revolverá de impaciencia esperando precisamente la nueva entrega, lo rescate.