Image: Milagro en Haití

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Novela

Milagro en Haití

Rafael Gumucio

9 octubre, 2015 02:00

Rafael Gumucio

Random House. Barcelona, 2015. 240 páginas, 18'90€

Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970), lo cuenta en conversación con Mauro Libertella recogida en El estilo de los otros (Ed. Universidad Diego Portales), vivió una infancia parisina ligeramente kitsch, y cuando regresó a su país reconoció de inmediato "una energía salvaje, que la volvía encontrar muchos años después en Haití: el tipo de entusiasmo frente a una miseria absolutamente infinita, pero con cielo azul, gente sonriendo, haciendo chistes". La cita es pertinente para que no nos dejemos engañar: Gumucio, escritor al mismo tiempo excéntrico y ya casi canónico de la narrativa chilena, no ha abandonado sus temas al volver la vista hacia la isla La Española: suele decirse que esos temas son Chile, la clase social dirigente chilena, y la familia. Tres instituciones, pues, tres leviatanes, tres zombis que a menudo se confunden. Su presencia en Milagro en Haití es recurrente y hasta abusiva, aunque la atmósfera de aquel país y su propia historia de golpes de estado y pobreza tengan un peso igualmente determinante en la novela, ayudando a convertirla en un carnaval tragicómico con final explosivo, excesivo y, sí, milagroso.

Zombi o revenante es Carmen Prado, la protagonista deslenguada del libro, una mujer que ha vivido en muchos sitios (como el autor) y arrastra su condición chilena como una mezcla de maldición y embrujo salvador. Prado, ya de edad madura, ha tenido el capricho de someterse a una operación de cirugía estética en Haití, un país que es un polvorín y al que nadie, nos insinúa Gumucio, querría acudir en tal trance. Pero allí está ella, que al despertar de una intervención en la que casi muere se descubre encerrada en una Clínica junto a su criada Elodie, negra, fatalista, que no cree en Dios y vive como si creyera. También hay un niño con una metralleta y una legión de muchachos negros famélicos ocupando el espacio entre el miedo y la amenaza, pero el verdadero juego de Milagro en Haití se produce entre Carmen y su cocinera, un juego hecho de chilenísimos insultos y exorbitancias de la señora y réplicas notables de su sirvienta.

El gran éxito de la novela es la voz de Carmen, inextinguible, múltiple, "contradictoria" como afirma la solapa del libro: mujer perseguida por los fantasmas de sus maridos y amantes, de su familia que la odia, de su propio cinismo y vitalidad incombustible. Lo que queda de Chile en Prado, incluso en los momentos en los que más ajeno llega a serle su país, es el lenguaje: "ya no soy sino una bolsa rota de palabras chilenas", dice en un momento dado, una idea que se repite y se relaciona explícitamente con lo que hay de milagroso, y misterioso, en el libro. El chileno como "lengua bruja", al mismo tiempo terrible y acunador. Dice cosas hermosas Carmen Prado; cuenta también horrores con naturalidad nihilista, como esa remembranza casi cinematográfica de su hija asistiendo al espectáculo de unas empleadas quemándose en un incendio: "entendías todo antes, qué era verdad, qué era un sueño". A su lado, Elodie representa otra clase social, por supuesto, pero también otro modo de entender la libertad y el respeto.

Estructuralmente, Milagro en Haití es un libro más o menos fragmentado, o al menos no lineal, pero en un sentido no particularmente posmoderno. Camilo Marks ha escrito que es un libro deudor de la transformación literaria que supuso el modernismo (anglosajón, añadiría yo), y es cierto: es la propia velocidad de la voz y la memoria de Carmen Prado quien lo organiza, con naturalidad soñada. A veces es una novela un poco bufa, otras veces dolorosa, pero logra moverse en un territorio sociopolítico sin deslizar metáforas obvias ni tesis unívocas. Su lenguaje es poderoso pero leve, su humor terrible, y encara con entusiasmo literario la historia y la vida, que se deben la una a la otra porque "con nacer basta y sobra". En fin, que es una novela estupenda.