Fin de campo
Don DeLillo
20 noviembre, 2015 01:00Don DeLillo. Foto: Isaac Fernández Herrero
¿Es razonable afirmar que el mundo se libró de la posibilidad de un holocausto nuclear, gracias a la caída del Muro de Berlín? Después de leer Fin de campo, la segunda novela del neoyorkino Don DeLillo (1936) , parece ingenuo plantear esta pregunta. Sólo hace falta observar las peripecias de un pequeño grupo de seres humanos para comprobar que la violencia no es una variable política, sino un impulso atávico. DeLillo escribe su ficción en 1972, una década después de la crisis de los misiles, que reactivó el temor a una guerra apocalíptica. La novela de tesis suele ser un fracaso narrativo, salvo que se formule de forma indirecta. Aparentemente, un equipo universitario de fútbol americano no parece el espacio propicio para abordar las tendencias más destructivas del hombre, pero en último término el espíritu deportivo es una reelaboración de la guerra, con sus ritos, escaramuzas y estandartes.En Logos College (Texas), el jugador Gary Harkness medita sin descanso sobre la guerra nuclear, la Historia, la culpa, la muerte. Gary no se engaña a sí mismo. Sabe que no se limitan a competir por un título ("lo que hacemos en el terreno de juego viene de muy antiguo"), que saltar al campo no es un ejercicio de superación ("no era el momento para despliegues de refinamiento, [...] era la hora de la fealdad"), que aplastar al adversario es una forma de "matar con impunidad". Anatole Bloomberg, un jugador judío, asegura que la Historia nace con el sentimiento de culpa, de "la gran culpa apestosa" que conduce a la locura y a la guerra. Los avances tecnológicos han posibilitado el exterminio de millones de seres humanos, pero nuestra propia muerte nos produce incredulidad. Se podría decir que prospera una "teología del miedo", cuyo objetivo es intimidar al individuo para someterle a un poder político cada vez más abstracto y difuso.
Fin de campo recuerda al "mundo feliz" de Huxley. Los conflictos acontecen en una remota periferia, mientras en el centro del huracán reina una ficticia paz. DeLillo cifra la esperanza en algo intangible. Taft Robinson es el primer estudiante negro de Logos College. Su velocidad en el terreno de juego "es la única emoción que queda, la única que no hemos gastado, provista de un potencial todavía desnudo". Taft abandonará el fútbol americano, pero seguirá corriendo en su interior, buscando "formas estáticas de belleza", puntos de fuga de una realidad que destruye vidas humanas con hongos nucleares o cámaras de gas.
No me parece disparatado afirmar que Fin de campo constituye un original y necesario alegato a favor de la paz, especialmente en un presente donde los sofisticados drones conviven con las decapitaciones medievales, alentando el miedo a nuevas y devastadoras guerras.
@Rafael_Narbona