¡El cielo se nos cae encima!
Albert Uderzo
24 noviembre, 2005 01:00Uderzo rinde homenaje en este libro a Disney y ajusta cuentas con el dibujo japonés
Desde la muerte del magnífico guionista René Goscinny en 1977 (que yo considero que tuvo su cumbre en las aventuras del envidioso visir Iznogud), Albert Uderzo, el creador gráfico de Astérix, ha venido repitiendo hasta la fecha que sólo cuando ha encontrado una buena idea se ha decidido a emprender un nuevo álbum del personaje en solitario.
Así las cosas, el pasado mes de mayo, Uderzo finalizaba el más endeble de todos los títulos de su autoría única, el número treinta y tres de la colección, y una hábil campaña de marketing, perfectamente engrasada, empezaba a ponerse en marcha para un lanzamiento de millones de ejemplares, creo que unos ocho inicialmente, en un total de veintisiete países. En esta obra, que parece confirmar los eternos temores del jefe de la tribu gala, Abraracúrcix, ¡El cielo se nos cae encima!, el gran dibujante -que es un título que nadie le va a discutir a estas alturas-, ha querido rendir homenaje a Walt Disney y ajustar cuentas, de forma bastante pueril, con el universo del dibujo japonés. De este modo, se ha sacado de la manga (y esta definición no pretende ser un chiste de los suyos) un argumento demasiado lineal en el que la aldea es testigo de la encarnizada lucha por apoderarse de su poción mágica entre los dyswaltianos, que proceden de una galaxia formada por 50 estrellas (léase 50 estados), cada una en paz con sus vecinos, cuya lumbrera es un tal Vush, y representada por Karh Tun (léase cartoon), al que Astérix bautiza como Violetilla, y unos superclones a modo de Supermán, con cara de Arnold Schwarzenegger, que velan por su seguridad, y entre los que, al parecer, hay superclones araña (léase Spiderman) y superclones murciélago (léase Batman), y, del otro lado, los namgas (léase mangas), amigos ellos de las artes marciales en el cuerpo a cuerpo, oriundos del planeta Namgaka, a los que auxilian unos robots-guerreros denominados los kara-ratas.
Con estos mimbres, y un entintado y un coloreado de Frédéric y Thierry Mébarki, respectivamente, que a veces causa auténtico rubor (en naves, cohetes y onomatopeyas), y un diseño de los personajes invitados que parece impropio de Uderzo, el maestro, porque insisto en que ni él mismo conseguirá menguar su reconocimiento, estira y estira una historieta de tesis en la que, como sucediera en los tres anteriores títulos, estamos siempre añorando la sutil inteligencia que Goscinny poseía para construir situaciones y gags visuales y verbales.
Y, cuando el relato termina, como una especie de mal sueño que los lectores, como nuestros conocidos galos, quisiéramos no recordar, tenemos, además, la sensación de haber leído su obra más abiertamente chovinista, dados los términos tan caricaturescos con los que el autor ha despachado a unos y a otros. Aunque, consciente de los tiempos que vivimos en todos los medios, no me cabe la menor duda de que será un grandísimo éxito de ventas.