Trágame entera
Nate Powell
12 junio, 2009 02:00Viñeta de Trágame entera
Tengo que reconocerles que tiemblo en cada ocasión en que he de enfrentarme a la lectura de un cómic que versa sobre la adolescencia, dado que se está convirtiendo en todo un subgénero abordar los conflictos de esa etapa ambigua de la vida a caballo entre la infancia y la madurez, donde, como ya he dicho en alguna otra ocasión, abunda mucho más la paja que el trigo y en el que una legión de autores parece haber encontrado el recurso más idóneo para adquirir algo de conciencia sobre su propia identidad.Sin embargo, este trabajo de Nate Powell (1978, Little Rock, Arkansas), vinculado a la historieta desde los 14 años, sobrepasa con creces esos masivos titubeos gráficos y literarios, para adentrarnos en la historia de una muchacha, Ruth, que se enfrenta a una escisión radical de la personalidad. La esquizofrenia precoz que ella padece la lleva, en medio de su natural extrañeza, a soltar amarras con la realidad que la circunda: esa vida anodina en una casita de la ciudad ficticia de Wormwood que comparte con su hermano o hermanastro Perry, sus padres y una abuela que pasó por su mismo trance y que aguarda el momento de su viaje final hacia la Nada.
Lo brillante de Powell es que, pese a que no suelo ser receptivo a las alegrías de composición de página, más relacionadas con la moda que con las necesidades de la narración, todo en cada una de las planchas responde a la perfección a la ruptura de esta clase de enfermos con los mecanismos psíquicos que hemos catalogado como normales: orden y tamaño de las viñetas, negros, silencios, dimensiones de los bocadillos... Se hace así partícipe al lector de esa suerte de autismo en el que la muchacha vive, refugiada las más de las veces en una habitación en la que todo está dispuesto para responder a su búsqueda del artífice de las leyes (¿La Naturaleza?, ¿El Cosmos?, ¿Dios?) que rigen sus extrañas ideas.
Uno se va familiarizando con los síntomas de su demencia (la sonoridad de su pensamiento, las vivencias de su influencia corporal, las percepciones absurdas, los sentimientos interferidos, los brotes catatónicos…) al compás de una cotidianidad en la que participa como un mirón privilegiado que se siente penetrado por la empatía y, sobre todo, por una inmensa piedad hacia alguien a merced de la Bestia ("Vienen a por mí", dice esa chiquilla a la que vemos leyendo el Drácula de Stoker).
Evidentemente, Powell, que trabaja con personas discapacitadas, cuando no está haciendo tebeos o tocando, conoce bien a esta clase de esquizofrénicos que los especialistas catalogan como desordenados y las fases por las que transcurre un deterioro que termina por aislarlos. Y, sirviéndose de una de sus ideas delirantes (el significado que ella atribuye a las chicharras, sus mejores interlocutores, y a las que cree parecerse), va dosificando la tensión hasta conducirnos a un final que es pura poesía.
No me sorprende que el trabajo haya ganado el reputado premio Ignatz al debut más destacado del 2008: en pocas ocasiones me he hallado ante unas alucinaciones tan bien desflecadas en las que las voces, impecablemente traducidas por Lorenzo Díaz, me permitieran lo que parece un imposible: escuchar el pensamiento de alguien convencido de que los otros también le oyen.