El rayo mortal
Daniel Clowes
5 julio, 2013 02:00La anécdota, como en él es habitual, es aparentemente mínima: el recuerdo de Andy, un solitario misógino y misántropo, de sus días de juventud y de un misterio que él atesora vinculado a unos imaginarios poderes que le concede la nicotina y a una pistola de apariencia galáctica que es su Rosebud particular, a la manera en que el famoso trineo lo fue para el Ciudadano Kane. Apoyándose en la fuerza de su monólogo interior para buscar nuestra identificación desde el primer momento con este personaje entre lo trágico y lo patético, Clowes nos introduce en la relación que dicho individuo mantiene con el sentido de su propia vida a través de todas las adversas circunstancias por las que ésta ha transcurrido desde pequeño (una temprana orfandad, su invisibilidad adolescente, dos fallidos matrimonios… ) y de la responsabilidad, en el doble sentido de responder ante los demás y ser responsable de los demás, con que fantasea a partir de su supuesta condición superheroica.
Entre el horror de la vida y el éxtasis de la misma, como muchos otros de los grandes personajes de este creador, o como el protagonista de El guardián entre el centeno de Salinger, al que han aludido algunos críticos buscando ese plus de alta cultura que el cómic no necesita, Andy vive su inadaptación aferrado a un mecanismo de defensa de su personalidad que le ha impedido que alcanzara la desintegración en la que perecerían otros en su lugar: la psicosis.
Sin necesidad de ser un gran dibujante, la capacidad de Clowes para pensar en términos visuales, empezando por la manera en que saca provecho a ese cierto hieratismo de su estética y por el empleo de los bocadillos (a veces, aquí, colocándolos fuera de campo; a veces, como hiciera en Mister Wonderful, superponiendo el bocadillo de un personaje al de otro), pone en pie una ingeniosa retórica al servicio de la verborrea de su antihéroe, un tanto paranoica, a través de la que Andy proyecta la ansiedad de sus deseos y sentimientos, el exceso de una patología que el autor, tal cual es su acostumbrado proceder, nunca juzga.
Una vez más, Clowes sustancia la dificultad para vivir de unos seres asustados por casi todo y con una autoestima que precisaría de muchas horas de diván en el psiquiatra, individuos "desordenados" para los que el summum de la felicidad puede consistir en unos instantes de cierto tedio vividos, eso sí, en compañía de alguien que mínimamente les comprenda (en este caso, su colega Louie, otra personalidad no menos débil).
Pero si hay algo que me gusta de este autor es el empleo del tiempo y del ritmo a los que recurre para ir desplegando ante el lector el abanico de heridas de sus personajes, con los que subraya las mayúsculas dificultades que tienen para comunicarse, y el inteligente uso del vacío que la historieta, como lenguaje que se sirve de espacios encapsulados entre paréntesis de blanco, puede transmitir gráficamente en cada una de sus páginas.