Arenas movedizas
Max Mönch, Alexander Lahl, Kitty Kahane
15 enero, 2016 01:00Arenas movedizas nos acerca a los últimos días de aquel siniestro régimen conocido como la República Democrática Alemana y surgido cuarenta años antes, en 1949, al calor de la apropiación por parte de la URSS, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, de algunas zonas de Europa liberadas del nazismo por sus ejércitos. Triste desdicha la de unos ciudadanos que pasaron abruptamente de haber estado sojuzgados por un totalitarismo criminal a estarlo por otro de igual sesgo.
Las novelas y el cine de espías occidentales encontraron desde el principio en aquella geografía y en su aterradora policía política, la STASI, más aún tras la construcción del muro en 1961, el marco ideal para unos relatos en los que a menudo primaban en exceso los aspectos propagandísticos (aunque a los que pudimos visitar el otro lado del Telón de Acero, antes de que el sistema soviético hiciera aguas por todas partes, acabó pareciéndonos que buena parte de lo que juzgábamos una caricatura fabricada por el capitalismo no era más que un fiel retrato de la realidad). Ni siquiera las lecturas de algunos textos críticos de Christa Wolf, que nos llegaban desde dentro de esas fronteras, permitían vislumbrar toda la dimensión sombría de un régimen que había conseguido envilecer, mediante el terror, las relaciones entre sus habitantes.
Varias películas comerciales de gran difusión posteriores a la caída del Muro en 1989, como Good Bye, Lenin o La vida de los otros, han ayudado a hacerse una mejor idea de aquel contexto. O novelas como El hombre del lago de Arnaldur Indridason, que desborda con mucho el envoltorio de lo policiaco para que sintamos un escalofrío de empatía con las víctimas de ese sistema.
La dibujante berlinesa Kitty Kahane ya nos había entregado en 2013, sobre guión de Mönch y Lahl, un buen relato sobre aquellas protestas del 17 de junio de 1953 en la RDA a las que pusieron fin los tanques soviéticos, y sobre cuyo número real de muertos continuamos esperando las cifras reales. Y ahora ese mismo tándem creativo aborda en esta nueva obra el sorprendente y veloz desplome de lo que parecía bien atado para durar unos centenares de años más. La peripecia de un periodista estadounidense, Tom Sandman, al que su editor tiende a enviar a los lugares en los que intuye que el comunismo está a punto de sufrir el colapso definitivo, y la historia sentimental de ese reportero con Ingrid, una exiliada de la Alemania oriental que fuera brillante nadadora, son el macguffin para asomarnos al rostro de un Saturno aplicado en devorar a sus hijos hasta el final.
Y si el libro funciona, a diferencia como decía al principio de otros empeños de similares características, se debe a dos factores: la eficacia de un dibujo voluntariamente desaliñado y de un esquematismo falsamente infantil (como ingenuas y primarias lo son las múltiples metáforas visuales que jalonan los acontecimientos) y el tono de delirio visual que, con el pretexto del infernal dolor de muelas de Tom y sus recurrentes sueños (no es casual que su apellido sea Sandman, entiendo), alejan este trabajo de la sensación de ser la más fiel crónica, con serlo, de lo que acontecía en ese país en el que la traición a todo menos al Partido fue su máxima consigna directriz.