En la cocina con Kafka
Tom Gauld
11 mayo, 2018 02:00No me extraña que, ante esta suerte de imperativo, algunos dibujantes, como El Roto, del que esperamos la inminente publicación de su nuevo libro en Reservoir, opten por cobijarse bajo el manto de la sátira para defenderse de una etiquetación en la que lo trivialmente lúdico, travestido de desenvuelto, es hegemónico.
Uno podría, entonces, ponerse nostálgico y recordar los tiempos en que estaban entre nosotros Chumy Chúmez, o Cesc, o Ballesta, o Regueiro, o Vallés, por ejemplo, como lúcidos iconoclastas de su tiempo, pero si agudizamos los sentidos veremos que tampoco es para naufragar en la melancolía sobre épocas pretéritas ante las propuestas de autores actuales como Calpurnio, Leonard Beard, Eneko, Tute o esa joven Flavita Banana, que está a llamada a ser mucho más que un fenómeno coyuntural de Instagram.
Pero para constatar que no todo tiene que ser banalidad y relativismo contamos con el ejemplo del joven Tom Gauld (Aberdeenshire, Escocia, 1976), cuyas principales obras han ido siendo editadas entre nosotros: sus dos excelentes cómics Goliat (sobre la afligida historia del gigante bíblico vista a través de sus ojos) y Un policía en la Luna (acerca de la apesadumbrada soledad de un agente en nuestro satélite), poéticos y meditados ejercicios a los que no culparé, nada más lejos de mi intención, de los estragos que luego han causado en algunos autores que, deslumbrados por los mismos, se reivindican como seguidores del escocés.
Aunque, con recomendarles que procuren hacerse con dichas obras, quiero hacer especial hincapié en sus libros de tiras para el diario The Guardian, donde, desde 2005, son presentados como "Tom Gauld's cultural cartoons", y a cuya página web acudo regularmente para estar al día de sus entregas.
Tanto Todo el mundo tiene envidia de mi mochila voladora como el reciente En la cocina con Kafka, ambos en Salamandra Graphic, e impecablemente traducidos, pueden parecer a priori unos artefactos más de la posmodernidad antes mencionada y una maliciosa impugnación de la alta cultura, pero enseguida advertimos que su propósito no es tanto la destrucción de la barrera entre lo cómico y lo serio sino advertirnos, con una brillante sorna, del peligro que constituye el desmantelamiento del peso y la gravedad de lo "sagrado".
A través de un dibujo minimalista, cuasi icónico, como el de nuestro Calpurnio, y con una actitud, no un grafismo, que a veces recuerda al noruego Jason (cuyos libros en Astiberri también les recomiendo), Gauld hace gala de una cultura integrada, y no apocalíptica, en la que el humor inteligente nace de las interferencias que, como artista, advierte que se están produciendo entre lo trivial y lo trascendente y que en ningún momento confunde, aunque los entrelace. No es un humor para masas, hay que advertirlo, en tanto requiere de un grado de cultura para establecer la complicidad con él y disfrutar con el juego de descontextualizaciones donde late un amor tan profundo como apesadumbrado por la manera en que los grandes relatos se deshumanizan y generan el absurdo (que es por donde entiendo que puedan interesarle, según ha confesado, universos como los de Thefarside de Gary Larson o los de Edward Gorey).
Una ironía, la suya, que me hace recordar aquella apreciación de Borges de que "el humor británico", del que el porteño era fiel devoto, "procede de la intuición de una verdad o, si no tememos a las palabras altisonantes, de una sabiduría".