Pescadores de medianoche
Yoshihiro Tatsumi
28 septiembre, 2018 02:00
Hayao Miyazaki, a la que siguieron fenómenos como Mazinger Z, y que, de alguna manera, eclosionaría en los noventa con la película Akira, en cuya aparición en DVD tuve bastante responsabilidad, y nuevas series televisivas como Dragon Ball, Los caballeros del Zodiaco o Campeones.
A diferencia del cine y de la literatura japonesa, que estimaba en alto grado, yo advertía en aquel fenómeno unas altas dosis de gratuidad gramatical, acompañada en ocasiones de una evidente pobreza argumental, que me parecía que podían poner en peligro la evolución hacia unos objetivos adultos que se iban imponiendo paulatinamente en el cómic europeo. No negaré que algo de eso ha sucedido a la postre, esa apuesta empresarial ha colonizado las mentes de muchos jóvenes creadores, pero, a fuer de no ser injusto, debo reconocer que también ha servido para que descubriéramos el talento de unos cuantos de sus mangakas, más allá de la evidencia de que ese reconocimiento ha alcanzado casi siempre a los más occidentalizados de entre ellos, como Katsuhiro Otomo o Jiro Taniguchi, o, por razones más que justificadas, al maestro de maestros Osamu Tezuka, "Dios de los manga" para el común de los lectores.
Pero fue gracias a El Víbora como empecé a tener noticia de Yoshihiro Tatsumi (1935-2015), que representaba una corriente alternativa al manga hegemónico, de la que había sido pionero ya en el año 1957 y que él había bautizado como gekiga (imágenes dramáticas) para diferenciarse del infantilismo, a veces brillante, que presidía aquellos tebeos de difusión masiva. Cierto que su estética no consiguió romper drásticamente con los cánones manga, pero sus guiones, que se ocupaban del lado más dramático de la sociedad japonesa, estaban impregnados de una poética especial, que a ratos me hacía recordar al cineasta Ozu, a la vez que su uso del tempo narrativo no mostraba las alegrías sin sentido de sus contemporáneos.
Tatsumi nos dejó hace tres años, antes de lo cual nos entregó la que posiblemente sea su obra maestra, Una vida errante (en el catálogo de Astiberri), pero aún necesitaremos bastante tiempo para ir conociendo el conjunto de una obra que ha sobrevivido a las condiciones de urgencia con la que, muchas veces, fue concebida.
La actual edición de Gallo Nero, seleccionada en su día por el propio Tatsumi, recoge nueve historias creadas entre 1972 y 1973 que nos hablan, como casi siempre en él, de frágiles vidas que, en medio del despegue económico de un Japón poseído por el capitalismo salvaje, tratan de escapar a su fatalismo, otra de las constantes de este mangaka, para ser partícipes de ese sueño hipnótico al que casi toda la sociedad parece haber sucumbido (de todo lo cual nos habla hasta ese relato de supuesta ciencia ficción, "El palacio de la mujer", que nos abruma por el patetismo de la distopía que nos propone).
Casi a la manera de un Kenzaburo Oe, el maestro Tatsumi, mediante sobrios y calculados diálogos, nos adentra aquí en unas vidas condenadas a permanecer en una suerte de permanente invisibilidad que ha acabado por ser el único hábitat en el que pueden sobrevivir.
No negaré haber sido víctima de muchos prejuicios hacia el desembarco de la historieta japonesa (el manga) en España, cuyo asalto vino precedido por los dibujos animados de aquel país (el anime) a partir de 1975, que es cuando conocimos la serie Heidi, de cuya dirección artística se ocupaba el luego aclamado y reconocido maestro A diferencia del cine y de la literatura japonesa, que estimaba en alto grado, yo advertía en aquel fenómeno unas altas dosis de gratuidad gramatical, acompañada en ocasiones de una evidente pobreza argumental, que me parecía que podían poner en peligro la evolución hacia unos objetivos adultos que se iban imponiendo paulatinamente en el cómic europeo. No negaré que algo de eso ha sucedido a la postre, esa apuesta empresarial ha colonizado las mentes de muchos jóvenes creadores, pero, a fuer de no ser injusto, debo reconocer que también ha servido para que descubriéramos el talento de unos cuantos de sus mangakas, más allá de la evidencia de que ese reconocimiento ha alcanzado casi siempre a los más occidentalizados de entre ellos, como Katsuhiro Otomo o Jiro Taniguchi, o, por razones más que justificadas, al maestro de maestros Osamu Tezuka, "Dios de los manga" para el común de los lectores.
Pero fue gracias a El Víbora como empecé a tener noticia de Yoshihiro Tatsumi (1935-2015), que representaba una corriente alternativa al manga hegemónico, de la que había sido pionero ya en el año 1957 y que él había bautizado como gekiga (imágenes dramáticas) para diferenciarse del infantilismo, a veces brillante, que presidía aquellos tebeos de difusión masiva. Cierto que su estética no consiguió romper drásticamente con los cánones manga, pero sus guiones, que se ocupaban del lado más dramático de la sociedad japonesa, estaban impregnados de una poética especial, que a ratos me hacía recordar al cineasta Ozu, a la vez que su uso del tempo narrativo no mostraba las alegrías sin sentido de sus contemporáneos.
Me recuerdo invitando a los buenos amigos, como el recientemente fallecido escritor Pedro Sorela, a revisar sus ideas predeterminadas sobre el tebeo japonés, leyendo a Tatsumi, siempre confiando en que les sucedería algo similar a lo que me a mí me habían producido aquellos relatos tan cortos como intensos en la contención con que los personajes transmitían sus sentimientos.Tatsumi, mediante sobrios y calculados diálogos, nos adentra aquí en unas vidas condenadas a permanecer invisibles
Tatsumi nos dejó hace tres años, antes de lo cual nos entregó la que posiblemente sea su obra maestra, Una vida errante (en el catálogo de Astiberri), pero aún necesitaremos bastante tiempo para ir conociendo el conjunto de una obra que ha sobrevivido a las condiciones de urgencia con la que, muchas veces, fue concebida.
La actual edición de Gallo Nero, seleccionada en su día por el propio Tatsumi, recoge nueve historias creadas entre 1972 y 1973 que nos hablan, como casi siempre en él, de frágiles vidas que, en medio del despegue económico de un Japón poseído por el capitalismo salvaje, tratan de escapar a su fatalismo, otra de las constantes de este mangaka, para ser partícipes de ese sueño hipnótico al que casi toda la sociedad parece haber sucumbido (de todo lo cual nos habla hasta ese relato de supuesta ciencia ficción, "El palacio de la mujer", que nos abruma por el patetismo de la distopía que nos propone).
Casi a la manera de un Kenzaburo Oe, el maestro Tatsumi, mediante sobrios y calculados diálogos, nos adentra aquí en unas vidas condenadas a permanecer en una suerte de permanente invisibilidad que ha acabado por ser el único hábitat en el que pueden sobrevivir.