En el silencio de noviembre
José Bento
31 mayo, 2000 02:00José Bento ha dedicado buena parte de su vida de profesor, ensayista y poeta a la divulgación de nuestra literatura en su país. Le debemos traducciones de San Juan, Santa Teresa, Garcilaso, Fray Luis de León, Bécquer, Rubén Darío, Quevedo, Juan Ramón, Antonio y Manuel Machado, Aleixandre, Lorca, Cernuda, Brines, Gil de Biedma y Unamuno, entre otros. En cuanto a la literatura viva y en marcha, su predilección -lógica en el poeta que es- ha sido la poesía, que en su producción de estos últimos treinta años ha tenido en él al mejor embajador. La antología En el silencio de noviembre, unida a la que acaba también de aparecer con el sello editorial de Calambur, es una mínima parte del reconocimiento que le debe a la España de hoy.
Bento no es un poeta fácil; al ser meditativo y denso, puede en ocasiones parecer recóndito y oscuro. Su escritura es de tradición simbolista, en ocasiones metafísica y hermética, siempre verbalmente cuidada y bien lograda. Su mirada es la de un impresionista encandilado por las cualidades sensoriales del instante, lejos de cualquier banalidad anecdótica o narrativa, y percibido en la carga de trascendencia que lo lleva a ser estímulo de reflexión. Episodios, momentos, escenarios y paisajes de la historia personal aparecen así aludidos y velados en una evocación que los señala y los justifica como camino de conocimiento y de adquisición de la conciencia de un ser heredero de su propia vida y progresivamente conformado por ella. El poema se constituye así, en muchas ocasiones, como materia prima para adquirir la certeza del yo a través de sus huellas en la memoria rescatada, y como escenario de la pregunta acerca de las razones, conscientes o misteriosas, que llevan a escribirlo. La tendencia de Bento hacia la poesía reflexiva se manifiesta especialmente en sus poemas extensos, a cuya calidad alude Carlos Bousoño en el breve prólogo que lleva esta antología. El más destacado de ellos, el que Bento considera sin duda su tarjeta de presentación, es el titulado "El entierro del señor de Orgaz", cuyo referente es el conocido óleo de El Greco. Siendo ese modelo una articulada meditación acerca del sentimiento y el fin del vivir, la orientación y el alcance del conocimiento y la trascendencia personal, Bento lo asume y lo recrea proyectando en él análogas interrogantes, expuestas al margen de lo estrictamente religioso y planteando la vida más allá de la muerte como perduración en una escritura que ha sido siempre la brújula moral y la clave de la justificación de la existencia. La sintonía con El Greco llega incluso a trasladar al lenguaje su colorido esfumado como técnica de representación de las formas, en detrimento de la precisión del dibujo.
La traducción contiene algunos gazapos debidos, sin duda, a contaminación procedente de la lengua original: un "reproduciste" en pág. 53, un "conspurcas" en 103. Bento, que conoce tan perfectamente una lengua como la otra, no ha debido de tener ocasión de revisar estas versiones que, a pesar de sus contados lunares, le presentan en sus justos términos al lector español.