Esta luz. Poesía reunida 1947-2004
Poeta de culto, Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) es uno de los más complejos de la gran promoción a la que por edad pertenece, cuya nómina todavía ha de seguirse configurando con la recuperación de nombres que, como los de Tomás Segovia (1927), César Simón (1932) o Manuel Padorno (1933), aportan heterogeneidad a un canon aún en exceso estrecho.
La obra de Gamoneda empezó a trascender su círculo literario sólo a partir de la antología Edad (Cátedra, 1987), que le valió el Premio de la Crítica y una relativa notoriedad, parcial e insuficiente. Resulta, por ello, un acontecimiento importante que con Esta luz el lector pueda acceder al total de su escritura (excepto, curiosamente, Libro de los venenos). En esta “definitiva versión provisional” el poeta ha revisado una obra que se nos ofrece como un denso bloque de interrelaciones que exige tenacidad para acceder, en lo posible (“Sólo es legible el libro de lo incierto”), al resultado de una vida de continua indagación en la memoria y en el lenguaje, en la constancia de la pérdida.
Tras Mudanzas, la sección final de variaciones sobre textos ajenos, y junto a un apéndice final de versiones de poemas antiguos, cierra el volumen un extenso epílogo en el que Miguel Casado, principal exégeta del autor, traza algunas claves poético-biográficas para internarse en una escritura que se inicia en los años 50 con La tierra y los labios y Sublevación inmóvil, en cuyos primeros poemas, algunos muy reelaborados ahora, asoman sugestivas figuraciones que aportan ya original intensidad a la percepción de la materia, a la expresión del amor, de la queja religiosa, de una conciencia histórica creciente que alcanza protagonismo en Blues castellano (1982). Escrito en los años 60, cercano por momentos a la poesía social, es este un libro complejo, de análisis implacable de los dos polos de la memoria íntima y de la realidad histórica concreta que establecen el lugar sobre el que Descripción de la mentira (1977) abre el ámbito diferencial y más genuino del autor.
Aquí, lejos del automatismo surrealista, la decisiva ruptura expresiva fragmenta la referencialidad en los retazos de una indagación que funde tiempos, recuerdos e intuiciones verbales y que configura los núcleos simbólicos básicos, siempre inestables, de toda la poesía posterior. Un nuevo hermetismo intimista recupera lo anecdótico de los libros anteriores con una densa imaginería que acumula a la multiplicidad de elementos la sospecha en torno a la certidumbre de cualquier conocimiento (“¿La verdad está en la lengua o en el espacio de los espejos?”), todo ello con un abigarramiento que cede en las secuencias narrativas y en las tensas inquisiciones de Lápidas (1987) a una progresiva depuración de elementos al tiempo que eleva más el tono.
Es este un paso decisivo para la eclosión de Libro del frío, quizás el mejor de sus libros, el de estructura más elaborada y compleja y el de escritura más al límite frente a ese conglomerado en desorden que llamamos lo real. Arden las pérdidas (2003) intensifica con su plástica extrañada y sus contrastados claroscuros el desgarro y la desolación frente a las heridas de la memoria. Y Cecilia (2004), último libro, atempera el dramático decir anterior al confrontarlo desde la ternura con la presencia central de una niña (“Eres como una flor ante el abismo, eres/la última flor”), signo de otra temporalidad, de una serenidad en vilo que posibilita otra formulación más luminosa del tema único y central de la obra gamonediana: “no estás en ningún lugar y hablas con palabras cuyo significado desconoces./Así es también mi pensamiento”.
Bajo los sauces...
Bajo los sauces
yo te llevo en mis brazos y te siento vivir.
Después salimos a la luz y, por primera vez,
tú ves el cielo y lo señalas y lo nombras.
Es verdad; en el extremo de tus manos,
el cielo es grande y azul.