Rebeca Yanke. Foto: Rafael González Palencia
Incluir citas de Artaud, Deleuze o Derrida es ya toda una advertencia de que una clave fundamental de este libro es la vanguardia -la literaria y la del pensamiento, si es que esa distinción tiene algún sentido-, pero al mismo tiempo hace recaer sobre
Infinitos corpúsculos una exigencia de calidad de escritura, que hay que decir ya que no resulta defraudada.
En este su primer libro Rebeca Yanke (Bilbao, 1978) se dispone a una lucha, o debate lúdico, con la lengua que le lleva a entregarse a los deslizamientos del significante ("recordé que soy puente, / quiero decir fuerte, / esto es, fuente") o a creaciones léxicas ("los nuevos poemas / sonsoy una estructura ciega"), que hacen que la lectura haya de ser verdaderamente atenta y enriquecedora.
Y no hay gratuidad en tal escritura, sino que es el resultado de un querer decir para el que la lengua, se diría, no está preparada; más bien se presenta como una sucesión de obstáculos que hay que salvar llevándola a ser otra lengua y perderse en ella para que en esas nuevas posibilidades del
lenguaje el mundo propio sea dicho de una manera más apropiada.
Este primer libro, en nada primerizo, es una gratísima promesa y una realidad.