Image: Back in América

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Poesía

Back in América

Barry Gifford

14 octubre, 2011 02:00

Barry Gifford. Por Carlos Márquez

Traducción: Blanca Tortajada. Renacimiento. Sevilla, 2011. 189 páginas, 16 euros

Toda la historia de la literatura norteamericana es una respuesta. América es paciente, pero no contemplativa. Exige de sus poetas la construcción y deconstrucción de una identidad, como la Roma de Augusto demandó de Virgilio. La pregunta de la emperatriz América parece bastante sencilla: ¿quién soy yo?

Da igual lo que haga: Barry Gifford (Chicago, 1946) siempre responde. Tres nombres se asocian con el suyo: Sailor y Lula, criaturas shakespeareanas desubicadas en la tragedia, y David Lynch, que inventó para ellos una romántica pesadilla llamada Corazón salvaje. Si te gustó la película, te encantará el libro: de Gifford, por supuesto. A los amantes locos (de amor, pero no sólo) les dedica el autor siete novelas, la tercera de las cuales adaptó Álex de la Iglesia con guión del propio Gifford: Perdita Durango. Con Lynch coescribe Lost Highway. Sobre carreteras perdidas o no discurre en El libro de Jack: Una biografía oral de Jack Kerouac, narrativa de no-ficción que se lee como una novela polifónica. Gifford escribe mucho sobre muchas cosas. No le menciones los límites del género: probablemente se eche a reír. De Back in America se rumorea que es sólo poesía, pero no me lo creo. Es mucho más: una road movie de serie B muy B con cierta atmósfera de porno erudito: "Duermes/ con mi alma/ en la boca/ Cuando nos besamos/ puedo sentir el sabor". Acusada de ser ensaladera y no crisol, porque en ella los ingredientes se mezclan sin fundirse, América observa perpleja a este hijo suyo que lo mete todo en la licuadora para extraer la esencia de una nación. Sus pompas fúnebres son para leyendas sólo teóricamente muertas, como Gregory Corso ("me dijo en voz baja que envidiaba en secreto/ a Jack Kerouac por haber muerto tan joven") y Allen Ginsberg, cuya elegía es un constante name-dropping: "Yo estaba en Marshall's/ cuando llamó Gus Van Sant/ para decirme/ ‘Será un funeral budista',/ dijo, ‘¿Vas a ir?'". Parece que escuchamos conversaciones privadas, el sonido de la mente cuando piensa sin rumbo fijo. Surreales pero hiperrealistas, las imágenes de Gifford son el eldorado de Lynch, amalgamas de arte y matadero: la de Kid Gavilian era "una cara como una sartén/ llena de hígados de pollo/ chisporroteando", en contraste con el lirismo irredento de "Me siento como Ícaro, perdidas las alas/ hundiéndose en el mar bajo el peso terrible/ del corazón de su padre". Las medias tintas no son una opción.

En realidad, los poemas de Gifford son uno solo: América. Cuando la diosa cae, lo hace con la elegancia de Ofelia, pero también con el poder destructor de Kali: "Que vivas/ en una época/ interesante" es el corolario del poeta a la Nueva York masacrada cierto día de septiembre, un terremoto que rompió América, unió a los Estados y desató el sunami. Pero la Madre es también creación artística, la de Vermeer curiosamente, quien inspira la tercera parte del libro, Como si fuera una fotografía: "Sujetando el jarro/ su falda azul/ frente amplia/ pan y leche/ luz densa/ sale a raudales" funciona como retrato de un retrato, metamorfosis de La lechera en color y volúmenes verbales. La sinestesia es vertiginosa, siempre bajo una aparente objetividad en la actitud y un declarado minimalismo en la forma. Una sensación de caída libre que se prolonga en la cuarta sección, donde Gifford traduce a Gérald Neveu (lo que leemos es la traducción de la traducción del poeta maldito) y más allá, en la quinta, Las últimas palabras de Arthur Rimbaud, guión de corto cinematográfico donde se concentra la esencia metafórica de las partes anteriores: "La poesía manó de la herida abierta, palabras derramadas hasta que no quedó nada".

Ciclo épico del antihéroe postmoderno, Back in America vuelve al presente eterno cuando un viejo vaquero más sucio que Harry se purga de su destino leyendo la Ilíada, mientras el mito se perpetúa en el rollo manuscrito de On the Road, elevado a categorías santas por un devoto del culto a Kerouac: el propio Gifford. Como supo ver Ginsberg, es necesario alimentar la máquina. El Gran Sueño Americano puede que no sea ni grande ni sueño, pero es americano. Y eso importa.