Primeros capítulos

Vladimir Nabokov. Los años americanos

por Brian Boyd

21 diciembre, 2006 01:00

Vladimir Nabokov

Anagrama

Primera parte
América
El profesor Nabokov

En América soy más feliz que en cualquier otro país... Intelectualmente, aquí me siento como en casa. Es un segundo hogar en el auténtico sentido de la palabra.
Opiniones contundentes

1. UN REFUGIO:
NUEVA YORK Y STANFORD, 1940-1941

Hoy en día, en un nuevo y querido mundo donde he aprendido a sentirme como en mi casa con la misma facilidad con que he dejado de cruzar los sietes...*
Habla, memoria


I

Nabokov había abandonado Rusia en 1919 en un pequeño y atiborrado carguero, jugando al ajedrez con su padre en cubierta mientras las ametralladoras bolcheviques bombardeaban las aguas del puerto de Sebastopol. A finales de mayo de 1940, a pesar de haber sido irremediablemente pobre durante años, se las arregló para escapar de Francia a lo grande. Como muestra de gratitud por los firmes ataques que su padre, casi cuarenta años antes, había lanzado contra el antisemitismo oficialmente sancionado en Rusia, la organización de beneficencia de refugiados judíos que había fletado el Champlain asignó a Nabokov y su familia un camarote enorme en primera clase, como si quisiera ofrecerle un anticipo de la que sería su suerte final en América.

La travesía fue agitada para el estómago, pero tranquila para los nervios (¡baño privado todas las mañanas!); en fin, todo lo tranquila que permitía la guerra. En St. Nazaire, la Sûreté francesa había detenido a dos espías alemanes a bordo del buque. Ya en el Atlántico, un extraño chorro de vapor que emergía de las aguas grises indujo a dos nerviosos jóvenes marineros a disparar los nuevos cañones antisubmarinos del barco, pero el enemigo sólo era una pobre ballena. Sin embargo, la alarma estaba bastante justificada: en su siguiente viaje a los Estados Unidos, un submarino alemán hundió al Champlain.

* En inglés, to bar (o cross) the sevens: en los países anglosajones no se cruza la línea vertical o inclinada del número siete. (N. del T.)

El 28 de mayo de 1940, el barco, envuelto en una bruma matinal color lila, pasó deslizándose por delante de la Estatua de la Libertad y atracó en el muelle de la French Line. Después de veinte años como europeos apátridas sujetos a una burocracia oficiosa en todas las fronteras, los Nabokov paladearon su llegada a América como el despertar de una pesadilla, un momento que los introducía en un amanecer nuevo y glorioso. En la aduana, al no encontrar la llave del baúl (apareció más tarde en el bolsillo de la chaqueta de Véra Nabokov), tuvieron que esperar mientras Nabokov se quedaba "bromeando", como recordó más tarde, "con un porteador negro casi enano y dos corpulentos aduaneros hasta que llegó un cerrajero y abrió el candado de un golpe con una barra de hierro. El alegre porteador se quedó tan fascinado al ver la sencilla solución, que siguió con el candado en la mano hasta que volvió a cerrarse de golpe". Encima de todas las cosas que atestaban el baúl, los dos pares de guantes de boxeo que Nabokov utilizaba para entrenar a Dmitri. Sin perder un segundo, los dos funcionarios de aduanas se los pusieron y comenzaron a entrenar, bailando alrededor del recién llegado, mientras un tercer aduanero registraba la pequeña parte de la colección de mariposas que Nabokov había conseguido salvar y le sugería un nombre para una especie. Nabokov mismo contó esta historia años más tarde, encantado todavía con la nada rígida y amable atmósfera norteamericana, y repitió con placer: "¿Dónde ocurriría una cosa igual? ¿Dónde ocurriría una cosa igual?"

De pie detrás del baúl ya registrado y marcado con tiza, Nabokov le preguntó a Véra dónde creía que podría conseguir un periódico. "Oh, ya le encontraré uno", dijo uno de los aduaneros, y en menos de un minuto regresó con el New York Times. Nathalie Nabokoff, la ex esposa de Nicolas, primo de Vladimir, que supuestamente tenía que ir a buscarlos con Robert de Calry, viejo amigo de Nabokov de los tiempos de Cambridge, había confundido la hora y nadie fue a esperarlos. Tuvieron que tomar un taxi -que a Nabokov le pareció un escarabajo amarillo muy lustroso y chillón- para llegar al apartamento de Nathalie Nabokoff, en el 32 de la calle Sesenta y uno Este. Alrededor de ellos, nuevo y extraño, Manhattan parecía en cierto modo de una tonalidad más vistosa que Europa, algo parecido a las nuevas fotografías en color, y la novedad de todo ese escenario hizo que la breve carrera en taxi pareciera una eternidad. Al llegar al punto de destino, echaron un vistazo al taxímetro y creyeron ver no los reales noventa céntimos, sino "nueve, ¡oh, Dios mío!, noventa, noventa dólares". El único dinero que llevaban -lo que les quedó en París después de que los amigos y las personas que les deseaban suerte hubiesen contribuido para los billetes- sumaba poco más de cien dólares. Con todo, ¿qué otra cosa podía hacer Véra más que sacar el billete de cien dólares y dárselo al taxista? "Señora", le dijo éste, "si yo tuviera ese dinero, no estaría aquí conduciendo un taxi". Y, por supuesto, Nabokov, al contar la historia, añadió: "Para él, lo más sencillo hubiera sido darnos diez dólares de cambio y olvidarse".

Los recién llegados se quedaron unos días en el apartamento de Nathalie Nabokoff, para mudarse después, al otro lado del pasillo, a las habitaciones de una actriz que se marchaba de gira. El 10 de junio ya habían encontrado para el verano un apartamento subalquilado y barato, perteneciente a una familia llamada Lehovich, en el 1326 de Madison Avenue. Por extraño que parezca, la señora Lehovich era sobrina de la condesa Panin, que había ofrecido refugio a la familia Nabokov en su finca de Crimea en 1917, cuando huía no de Hitler, sino de Lenin.


II

Cuando, el 14 de junio, París cayó en manos de los alemanes, el antiguo apartamento de los Nabokov en la rue Boileau ya era un montón de escombros; la primera emigración rusa se encontraba en un estado muy parecido. Nueva York se convertiría en una capital editorial para los emigrados rusos -como ha seguido siéndolo hasta hoy-, pero de la primera emigración, de la que había formado parte Nabokov, ya no quedaba nada. Nabokov había sacado sus "First Papers"* en cuanto llegó a América, y no tardaría en convertirse en ciudadano americano, en un escritor americano cuyos amigos eran casi todos nativos más que rusos.

Sin embargo, el ímpetu de veinte años no se disipó sin más. La llegada de "Vladimir Sirin" a Nueva York apareció anunciada en el periódico ruso Novoe russkoe slovo ("Nueva Palabra Rusa"). En efecto, seguía siendo Sirin:** tenía pensado terminar al menos otra novela rusa, Solus Rex, y durante el primer mes en América anotó en ruso sus impresiones de París en guerra y redactó un noble epitafio para toda la emigración. Hacia finales de junio, Novoe russkoe slovo le preguntó por sus impresiones de su nuevo refugio. Nabokov respondió que se sentía espléndidamente, como en casa.

* Documentos iniciales del trámite para obtener la ciudadanía. (N. del T.)
** Su seudónimo como escritor ruso desde 1921.


Con todo, hay que aprender a vivir aquí. Una vez me acerqué a una máquina expendedora automática; quería tomar una taza de chocolate frío, puse una moneda de cinco céntimos, giré la manivela y me quedé observando cómo el chocolate caía directamente al suelo. Distraído, me había olvidado de poner el vaso bajo el grifo...

Un día fui a una barbería. Tras cruzar unas palabras conmigo, el barbero dijo: "Se ve al instante que es usted inglés; acaba de llegar a América y ya trabaja en los periódicos". "¿Cómo lo ha adivinado?", pregunté, sorprendido por su agudeza. "Porque su pronunciación es inglesa, porque aún no ha tenido tiempo de gastar sus zapatos europeos y porque tiene la frente alta y la clase de cabeza típica de los que trabajan en los periódicos". "Es usted Sherlock Holmes en persona", le dije al barbero, adulándolo. "¿Quién es Sherlock Holmes?"

Los primeros contactos de Nabokov fueron, naturalmente, con la comunidad rusa. Visitó primero a Serguéi Rajmáninov, que dos veces le había enviado pequeñas sumas de dinero en los días de la más desesperada pobreza europea,

... y ahora estaba ansioso por darle las gracias personalmente. En nuestro primer encuentro en su piso de West End Avenue, le mencioné que me habían invitado a dar clases en un curso de verano en Stanford. Al día siguiente [Rajmáninov] me envió una caja con varias prendas de vestir anticuadas, entre las cuales había un chaqué (imagino que confeccionado en la época del Preludio); él esperaba -como decía en una breve nota- que me lo pusiera para la primera clase. Pero le devolví su bien intencionado regalo.*

Mijaíl Kárpovich, el profesor de historia de Harvard al que Nabokov había conocido en Praga en 1932, y que le había caído bien, invitó a los recién llegados a su casa de verano en Vermont. Mientras tanto, Nabokov se pasó los primeros meses del verano buscando algún trabajo literario, académico, editorial o de bibliotecario: escribió a personas como George Vernadski, el historiador de Yale; a Philip Mosely, historiador ruso en Cornell y fanático de Sirin, y a Mijaíl Chéjov, sobrino del escritor y ahora director de teatro. Pero, de momento, las perspectivas económicas no eran mejores que en Europa. Una vez más se vio obligado a aceptar una dádiva -esta vez, una beca del Literary Fund, organización rusa que ayudaba a los escritores y eruditos emigrados a América- y, terminadas las vacaciones de verano, obligado también a volver a dar clases particulares de idiomas.

* Rajmáninov también le regaló a Nabokov un traje azul marino que usó en Stanford.

Nabokov conoció a Altagracia de Jannelli, la neoyorquina que durante cinco años había sido su "agente literaria (o, más bien, antiliteraria), una mujer bajita, temible y patizamba con el pelo teñido de un rubio indecoroso". La agente le pidió que escribiera un libro refinado, con héroes atractivos y trasfondo moral, y le prohibió escribir en ruso. Las conversaciones de Nabokov con editores comerciales de Nueva York lo convencieron de que tendría que escribir algo vendible, como una novela de misterio, y ser capaz de hacerlo sin cortarle las alas a su musa.

Pese a la falta de perspectivas, América le mantuvo la moral alta. Sólo una idea lo oprimía: los amigos íntimos judíos que se habían quedado en Francia, como George y Iosif Hessen, el editor Ilyá Fondaminski -de Sovremennye zapiski- y sus amigas más recientes, las arpistas Elizaveta, Marussya e Ina Marinel. Por encima de todo, sus pensamientos estaban con Anna Feigin, prima de Véra, con quien él y su familia habían vivido largos años en Berlín. Anna no había tenido intención de partir en el momento en que los Nabokov dejaron Francia, pero, cuando cayó París, consiguió escapar a Niza e intentó llegar a los Estados Unidos. El año siguiente Nabokov dedicó gran parte de su energía a conseguirle un visado: Kárpovich sería su aval, como lo había sido de él y, también, de las hermanas Marinel.


III

El 15 de julio los Nabokov cambiaron el bochorno de Nueva York por la casa de verano de los Kárpovich, una casa de labranza en una vieja explotación de arces en West Wardsboro, Vermont. El edificio, con sus tablas tan necesitadas de una mano de pintura y ya a punto de combarse y caer, era mucho más modesto que la mansión de ladrillo y madera que, en el capítulo 5 de Pnin, acoge una reunión estival de intelectuales rusos emigrados, pero el marco y la atmósfera eran los mismos: "un océano de verdor... arces, hayas, chopos tacamahac y pinos"* que, según le dijo Nabokov a un entrevistador, "evocaban ciertas regiones de Siberia" -un lugar donde nunca había estado- y una fauna decididamente no rusa: colibríes, puercos espines grandes y malhumorados, y extrañas y elegantes mofetas.

Siendo aún un hombre joven, Mijaíl Kárpovich había llegado a América en calidad de diplomático de segundo rango, y allí se quedó después de la revolución. En Harvard había llegado a ser el decano virtual de estudios rusos en los Estados Unidos, pues, aunque escribía poco, entre sus estudiantes figuraba la mayoría de los más renombrados historiadores americanos especializados en Rusia. Hombre carismático, con una amplia influencia personal, tenía un interés dinámico por juntar a rusos vivos, e hizo más por Nabokov que cualquier otro ruso en América. En 1942 fundó con Mark Aldánov Novyy Zhurnal, una "gruesa revista" que llenó parte del vacío dejado por la parisiense Sovremennye zapiski y que hoy se aproxima ya a los cincuenta años de vida.

Nikolái Timashev, sociólogo de Harvard, y su familia se encontraban ese verano entre los invitados de Kárpovich. Timashev sentía que estar en esa casa se parecía a regresar a la campiña rusa: "¡Cuántas conversaciones fascinantes, tan típicas de la intelligentsia rusa! Recuerdo especialmente el verano de 1940, cuando V. V. Nabokov-Sirin estuvo invitado allí. Fundamos una revista manuscrita, "Días de nuestra vida", con Nabokov, mi difunta mujer, Kárpovich y otros en calidad de colaboradores: noticias locales, humor, poesía y divertidas polémicas, en general acerca del significado de varias palabras rusas". Dos alocadas parodias literarias de Nabokov, recientemente descubiertas en números de 1940 de Novoe russkoe slovo, parecen haber sido escritas muy probablemente para esa revista: nada más parecería explicar el espíritu veraniego, divertido y sin pretensiones de esos escritos.

Al convertir en ficción este escenario de Vermont, Nabokov hace que Pnin sufra un preinfarto después de una partida de croquet juga-da con tanta energía, que sorprende a los intelectuales más bien cerebrales que forman parte de su grupo en el Castillo de Cook. Las fotografías de los dos veranos que los Nabokov pasaron en West Wardsboro (1940 y 1942) muestran un mundo mucho menos aburrido y enrarecido, y, además, mucho más joven: chozas para los niños y hamacas; un Nabokov bronceado, desnudo de cintura para arriba, tan enjuto y nervudo que se le transparentan las costillas, tumbado relajadamente sobre una manta o empujando a Dmitri, su hijo, montado en un coche de carrera comprado por catálogo. ésta y las demás citas de Pnin están tomadas de la traducción de Enrique Murillo (Barcelona, Anagrama, 1994). (N. del T.)

Ninguna de las fotografías permite ver aquello que hizo que esas vacaciones de Nabokov fueran emocionantes e inolvidables, la oportunidad de realizar el sueño de su vida, a saber: cazar mariposas en otro continente. Antes de salir para Vermont, le había escrito a Andréi Avinov, el famoso lepidopterólogo ruso del Carnegie Museum (Pittsburgh), para informarle de sus últimos descubrimientos en Francia y preguntarle sobre lepidópteros americanos. No podía saber Nabokov que, cuando abandonara América, él y no otro sería el lepidopterólogo más famoso del mundo.

Mientras Nabokov disfrutaba de esos días en Vermont, su primo Nicolas pasaba el verano en Wellfleet, Cape Cod, justo enfrente de la casa de Edmund Wilson. Consciente del gran interés de Wilson por la literatura rusa, Nicolas, que entonces era ya un compositor conocido, le pidió a su vecino que lo ayudara con el libreto de una ópera que se basaría en "El Negro de Pedro el Grande", de Pushkin. También recordó que el primo Vladimir necesitaba ayuda, y le escribió a Vermont. A instancias de Nicolas, Vladimir le escribió a Wilson, quien le sugirió que se encontrasen en Nueva York.


IV

Artistas y pensadores de todas las condiciones y nacionalidades habían huido de la Alemania de Hitler para instalarse en los Estados Unidos: Einstein, Mann, Brecht, Huxley, Auden, Stravinski, Bartók, Chagall. A diferencia de estos inmigrantes bien promocionados, Nabokov entró en los Estados Unidos sin fanfarria. En las conferencias que dio unos meses más tarde ese mismo año, no pudo evitar afirmar, en un tono de pesar, que mientras que a los alemanes que habían huido de Hitler se los reconocía inmediatamente como los auténticos herederos de su cultura, a los emigrados rusos de veinte años antes, más numerosos y diversos, no se los había considerado los herederos activos de la cultura rusa.16 Un prejuicio muy fuerte contra los emigrados rusos persistía en los Estados Unidos; tanto es así que la literatura de la emigración no fue reconocida como se merecía, ni siquiera por los especialistas en ruso, hasta bien entrados los años sesenta.

Tras llegar a los Estados Unidos prácticamente sin dinero, y después de casi cuatro meses sin conseguir trabajo, Nabokov necesitaba desesperadamente algún tipo de ingresos. Pese al prestigio que se le reconocía en las cartas de emigrados rusos, se había convertido en un perfecto desconocido. El primer indicio de esperanza fue un telegrama que recibió en Vermont, enviado por la Fundación Tolstói, una organización creada por Alexandra, la hija del novelista, para ayudar a los inmigrantes rusos a asentarse en América. Un editor de Nueva York le reservaba un puesto de trabajo si se presentaba de inmediato. Nabokov regresó a toda prisa a la ciudad. La secretaria de la Fundación "le dijo que se presentara en el mostrador principal de la librería Scribner's, situada bajo los despachos de la editorial en la Quinta Avenida, y añadió: "Y póngase derecho; causará mejor impresión". En Scribner's lo recibió un hombre llamado Wreden, al que había conocido en Europa, y que se sintió un poco desconcertado al ver a quién le habían enviado, dado que el puesto vacante era para repartir libros en bicicleta". Del repartidor se esperaba que todos los días, de nueve de la mañana a seis de la tarde, empaquetara libros y los llevase a la oficina de correos... por sesenta y ocho dólares al mes. Nabokov dijo que no: ni siquiera sabía hacer un paquete y, además, con ese salario le resultaba imposible mantener a su familia.

Una semana después de volver al 1326 de Madison Avenue, a mediados de septiembre los Nabokov se mudaron a una casa de piedra rojiza sita en el 35 de la calle Ochenta y siete Oeste, "un pisito espantoso", pequeño e incómodo, pero barato y a pocos pasos de Central Park.

Padre joven, Nabokov siempre había tratado de que su hijo Dmitri abriese los ojos a los árboles, las flores, los animales. Lo interrogaba sobre los nombres de las cosas, y reaccionaba con fingida furia cuando el niño confundía los términos. Sin embargo, ni él ni Véra se ocuparon de transmitirle nociones de inglés antes de enviarlo a su primera escuela en América: con Rusia en zona prohibida, los padres sabían que Dmitri aprendería a hablar correctamente el ruso solamente si lo oía en casa. Durante los años que la familia vivió en Alemania, Francia, América y Suiza, el ruso -abundantemente salpicado de inglés y francés- continuó siendo la lengua de comunicación cotidiana.* Poco después de regresar de Vermont, Dmitri, que entonces tenía seis años, volvió de su primer día de clase y, muy orgulloso, anunció a sus padres que había aprendido inglés.

Nabokov había sido profesor particular de inglés durante muchos de sus años en Europa. Ahora, las circunstancias lo empujaron una vez más al recurso provisional de enseñar idiomas, esta vez ruso. Puesto que el pacto de Stalin con Hitler había permitido a los alemanes invadir Francia y aislar al Reino Unido, Rusia y su lengua no eran en ese momento precisamente populares. No obstante, Elena Mogilat, profesora de ruso en Columbia, se las ingenió para presentarle a Nabokov a algunas mujeres brillantes y entusiastas, entre las que se contaba Hilda Ward, quien más tarde ayudaría al escritor a traducir del francés su texto autobiográfico "Mademoiselle O". La clase de tres horas duraba en realidad cuatro horas y media, y todo por la módica suma de nueve dólares por semana.

Nabokov se dirigió a otros rusos con la esperanza de conseguir algo mejor. Volvió a probar con Vernadski, y se acercó también a Avram Yarmolinski, jefe de la sección de lenguas y literaturas eslavas de la Biblioteca Pública de Nueva York. Pidió ayuda a Peter Pertzoff, en Cornell, que dos años antes había traducido uno de sus relatos rusos. Pero no consiguió nada, y aún no se había concretado el curso de verano en Stanford para 1941; tampoco el relato traducido por Pertzoff ni la novela y las memorias que Nabokov había escrito directamente en inglés habían conseguido atraer a un editor. Cuando, el 12 de octubre, la Sociedad de Amigos de la Cultura Rusa organizó una lectura de textos de Sirin, el autor deleitó a una sala repleta, pero el público formado por los emigrados residentes en Nueva York nunca podría ayudarle. Así pues, no le quedaba más remedio que encontrar un trabajo, o a alguien que le comprase sus obras en inglés.

* Sin embargo, en las pocas notas de su diario, Nabokov escribía normalmente en inglés, ya viviese en América o en la Suiza francófona.

El 8 de octubre de 1940, Nabokov fue a visitar a Edmund Wilson, ya entonces el más importante crítico americano de la época, que había regresado temporalmente a The New Republic para sustituir durante tres meses, en calidad de editor literario, a Malcolm Cowley. Wilson le ofreció a Nabokov algunos libros para reseñar, sobre temas más o menos rusos (una biografía de Diághilev, una traducción de una epopeya medieval georgiana). Wilson no tardó en escribirle sobre Nabokov a Christian Gauss, su antiguo mentor en Princeton: "Me asombra la excelencia de las reseñas que ha hecho para mí. Es un tipo brillante". Un amigo de Kárpovich también lo presentó al New York Sun y New York Times, y durante unos meses, especialmente en octubre y noviembre de 1940, Nabokov escribió reseñas de toda clase de obras -biografía, historia, narrativa, poesía, ensayos, filosofía-, tuvieran o no sabor ruso. Una reseña de una novela de John Masefield ilustra parte del pensamiento libre y audaz, de las imágenes deslumbrantes, la gracia verbal y la profundidad que admiraba Wilson:

¿Qué es la historia? Sueños y polvo. ¿De cuántas maneras dispone un novelista para abordar la historia? Sólo tres. Puede cortejar a la escurridiza musa de la verosimilitud haciendo todo lo posible por desenterrar y combinar todos los hechos y detalles pertinentes; puede permitirse abiertamente caer en la farsa o la sátira tratando el pasado como una parodia del presente, y puede trascender todos los aspectos del tiempo encomendándose a una momia escogida al azar, en exclusivo beneficio de su talento -siempre y cuando lo tenga-. Como ninguno de los dos primeros métodos parecen haber sido los adoptados por el señor John Masefield* en su nuevo libro [Basilissa, a Tale of the Empress Theodora], podemos suponer que confió en la inspiración para transformar una época remota en la eterna realidad de las pasiones humanas. Por desgracia, su arte no está a la altura de la tarea; por lo tanto, se plantea un problema de apreciación: cuando el mago se engaña solo viendo sus trucos en funcionamiento, ¿deben los espectadores mirar la varita que no se ha convertido en una flor?

Sí; deben hacerlo.

* Poeta, crítico y novelista inglés (1878-1967). Fue Poeta Laureado de por vida desde la muerte de Robert Bridges en 1936. (N. del T.)

A fuerza de negociar con editores, Wilson había aprendido a sobrevivir en América como crítico y escritor free-lance sin hacer la menor concesión intelectual. Defensor desde comienzos de los años veinte de escritores americanos que no estaban de moda, como Henry James, y de nuevas figuras como Fitzgerald y Hemingway, Wilson se había convertido, con El castillo de Axel, en el intérprete de la literatura europea moderna -Yeats, Joyce, Eliot, Valéry, Proust- para toda una generación de americanos. Convencido, como tantos miembros de la intelectualidad americana de principios de los años treinta, de que la Depresión demostraba la inviabilidad del capitalismo, Wilson se volvió hacia el marxismo y escribió Hacia la Estación Finlandia, libro en el que intentó demostrar la fuerza de la explicación social de la historia, que alcanzó un nuevo nivel cuando Lenin llevó a la práctica la teoría marxista de la historia en una reestructuración de ésta. La inquietud intelectual de Wilson, su independencia de criterio y su honradez le hicieron comprender todo lo que no funcionaba bien en la Unión Soviética cuando la visitó en 1935, y mucho antes de terminar Hacia la Estación Finlandia y de conocer a Nabokov, ya no toleraba tan bien como antes la lealtad incondicional a Marx, y mucho menos a Stalin. Su estancia en la Unión Soviética lo había cambiado en otro sentido: descubrió a Pushkin. Tras aprender el ruso por amor a este poeta, fue el primero en poner al alcance de un amplio público lector americano al mayor poeta después de Shakespeare. En los años cuarenta estaba ansioso por estudiar en mayor profundidad la literatura rusa.

Antes incluso de haber leído alguna de las obras de ficción de Nabokov en ruso -nada fáciles de conseguir y, sin duda alguna, difíciles de entender para alguien que sólo tenía rudimentos de la lengua rusa-, Wilson puso a disposición de Nabokov su conocimiento, ganado a pulso, del mercado literario. Al parecer, confió en la excelencia del inglés de Nabokov y en la opinión de amigos que podían dar fe de la importancia de su obra en ruso: Nicolas Nabokov; Elena, la esposa de Harry Levin, fanática de Sirin desde que en la infancia aprendió de memoria los primeros párrafos de su versión rusa de Alicia en el País de las Maravillas, y Roman Grynberg, alumno de inglés de Nabokov en París, cuyas madre y hermana habían sido muy amables con Wilson cuando éste visitó Moscú.

Si Wilson podía ayudar a Nabokov a introducirse en el mundo editorial norteamericano, era Nabokov quien, más que nadie, podía ayudar a Wilson a comprender la literatura rusa y apoyar su causa. Puesto que Wilson tenía tendencia a buscar amigos que pudieran favorecer sus simpatías literarias, a Nabokov le vino de perlas que el romance de Wilson con Rusia atravesara entonces su fase más ardiente. Si se hubiesen conocido cuando los intereses de Wilson ya habían cambiado, como ocurrió entre los años cuarenta y sesenta, para decantarse por las literaturas haitiana, hebrea, húngara y muchas más, la amistad entre ambos podría no haberse desarrollado nunca. Tal como estaban las cosas, en uno de sus primeros encuentros en Nueva York, en el otoño de 1940, Wilson le instó a Nabokov a que tradujese uno de los breves y magistrales dramas en verso de Pushkin. "Su sugerencia respecto a Mozart y Salieri ha hecho estragos en mí", le escribió Nabokov a Wilson. "Pensé que podía considerar la idea y darle vueltas... hasta que de repente me vi sumergiéndome en las profundísimas aguas del verso blanco inglés". Después de que Wilson le enviara un anticipo de The New Republic por la traducción, Nabokov le respondió agradecido: "Es realmente maravilloso vivir al fin en un país donde existe un mercado para estas cosas".

En la cena en casa de Roman Grynberg, durante la cual parece que Wilson le sugirió que tradujese "Mozart y Salieri", a Nabokov le volvieron a presentar (pues ya se habían conocido en París) al escritor y traductor Max Eastman. En el clima intelectual intensamente izquierdista que imperaba en América en los años treinta, un puñado de miembros de la intelectualidad tenía una imagen clarísima -aunque todavía lejos de la sangrienta verdad- de los horrores de la vida soviética, y entre ellos estaban Eastman y Wilson. Presentándose a sí mismo como el único enemigo del fascismo, Stalin había logrado manipular la opinión pública internacional, de modo que millones de americanos de los años treinta estuvieron dispuestos a alinearse con la Unión Soviética, fueran cuales fuesen sus fallos. Los juicios realizados como demostración de poder en 1937-1938 y el pacto con Hitler en 1939, le habían hecho perder a Stalin el apoyo popular de los americanos, pero gran parte de la intelectualidad seguía aceptando todo lo que Stalin hacía y vilipendiaba a quienes criticaban a la Unión Soviética.27 Para Nabokov -a quien poco antes un escritor americano, al que le había dicho que él no estaba ni a favor de los soviéticos ni a favor de ningún zar, le había preguntado "Entonces, ¿usted es trotskista?"- fue un alivio poder hablar con americanos que tenían alguna idea de la realidad soviética.

En la cena en casa de los Grynberg debieron de hablar de Lenin, pues unos días más tarde Wilson le envió a Nabokov un ejemplar de su nuevo libro, Hacia la Estación Finlandia, dedicado "a Vladimir Nabokov, con la esperanza de que este libro le haga tener una mejor opinión de Lenin". Aunque desencantado con el marxismo como credo, y antiestalinista acérrimo, Wilson seguía creyendo en la belleza moral de Lenin, en quien veía a un hombre con una visión de un futuro mejor para la humanidad, y con el valor necesario para conseguirlo. Wilson parecía pensar que Nabokov sólo necesitaba entrar en contacto con los escritos de Lenin para comprenderlo. Nabokov le respondió con una extensa carta en la que elogiaba el libro en su conjunto, si bien añadió una crítica exhaustiva del retrato de Lenin.* De hecho, y tal como intentó señalarle a Wilson -y a toda América- en reiteradas ocasiones, Rusia, pese a todas las brutalidades del régimen zarista, y aunque a trancas y barrancas, había avanzado a lo largo de seis décadas hacia una creciente libertad política y cultural, hasta que Lenin subió al poder y convirtió lo que en febrero de 1927 ya era una república democrática en una dictadura que aniquiló sin escrúpulos toda oposición. La policía secreta de Stalin no era una traición a los principios de Lenin, sino la heredera natural de un aparato concebido para controlar totalmente el Estado.

Aunque Nabokov estaba absolutamente en lo cierto en las lúcidas críticas que envió a Wilson entonces y también más adelante, el crítico siguió creyendo, hasta bien entrada la década de los cincuenta, que "quitando el reinado democrático de Lenin, Rusia había permanecido intacta desde la Edad Media hasta Stalin". Dadas sus simpatías marxistas, creía conocer la historia de Rusia mejor que Nabokov. Sin saber que, en La dádiva, Nabokov había investigado en profundidad los orígenes del radical utilitarismo ruso, y que en 1933 había llegado incluso a proponer enseñar la evolución del marxismo ruso, Wilson sencillamente supuso que a su amigo no le interesaban las cuestiones políticas y sociales, y que, además, era incapaz de comprenderlas. Si hubiera leído la biografía de Chernishevski en La dádiva, Wilson habría descubierto en qué medida su propio análisis de la redacción de El capital coincidía con los estudios de Nabokov sobre la génesis del ¿Qué hacer?, de Chernishevski.

Aunque Nabokov y Wilson compartían la pasión por Flaubert, Proust y Joyce, sus principales puntos en común (y de fricción) fueron, de principio a fin, Pushkin y la literatura rusa, Lenin y la historia rusa. Pero, de momento, esos encuentros generaron luz intelectual y calidez personal, no las llamas y el humo de la batalla. Para dos mentes aferradas a sus opiniones, combativas y ferozmente independientes, la brillantez de sus abiertas desavenencias fue, al principio, sólo un elemento más de su entusiasmo.

* A su amigo Kárpovich también le señaló que, en su opinión, tanto los hegelianos como los marxistas eran bastante más complejos de lo que decía Wilson. En la misma carta clasificaba a éste con precisión, aunque paradójicamente, de "ecléctico estrecho de miras" (Nabokov a Kárpovich, 10 de diciembre de 1940, Bakhmeteff Archive, Columbia).