Foto-Richard-Ford-Robert-Yager

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Primeros capítulos

De incógnito

El Cultural anticipa este relato de Lamento lo ocurrido. En él, Richard Ford derrama esa “mirada sombría y densa sobre la vida” que le valió el premio Princesa de Asturias

2 octubre, 2019 06:36

Arch esperaba a su padre en el vestíbulo del Hilton Garden. Karl tenía ochenta y cinco años, era viudo y se estaba sometiendo a una quimioterapia muy dura. Estaba calvo como una manzana. No duraría mucho. A Arch le gustaba recibirlo personalmente en sus encuentros, una vez al mes, dependiendo de cómo se encontrara su padre. A Karl le gustaba que Arch fuera a recibirlo.

Arch trabajaba para una compañía radicada en Mesa que externalizaba inspecciones (discretas) de empresas para las grandes cadenas. Activos Impecables. Había trabajado en marketing. Había vendido muchas multipropiedades de las que la gente ahora quería desembarazarse. Luego fue agente de viajes. Y después consiguió entrar en Activos Impecables. Vivía en Tucson, solo, tenía cincuenta y ocho años y era gay, cosa que su padre comprendía (ahora), pero no quería comentar. A su padre le gustaba seguir yendo a la oficina “para ayudar”, cuando se encontraba bien. Arch se dedicaba a los exteriores: la anchura de las plazas de aparcamiento, el número, estado y emplazamiento de las papeleras, la poda de las plantas suculentas y evitar que el agua se estancara en las azoteas y acabara apestando. El padre peinaba las habitaciones, la felpa de las toallas, los hilos de las sábanas y almohadas. Escudriñaba debajo de las camas y detrás de los aparadores. Siempre había empresas de fuera del estado que querían escatimar donde y cuando podían. A su padre le encantaba ese trabajo. Le encantaba sentarse a desayunar y pegar la hebra con los huéspedes…, de incógnito. Cuando estaban los dos, les llevaba un día inspeccionar cada establecimiento. Nadie advertía los problemas que podían llegar a causar. No eran más que un padre y su hijo de viaje. Compartían habitación. Compartían costes. Arch y Karl. Karl y Arch.

Las componentes de un equipo de fútbol femenino habían entrado en el vestíbulo procedentes de los ascensores y se sentaron en los sofás rojos. Eran unas bellezas en pantalones azul y blanco y camiseta roja. Unas niñas delgadas y educadas de unos doce años. Tenían unas piernas tersas, beiges y musculosas y llevaban unos zapatos de un vivo naranja. Se movían nerviosas y hablaban…, todo en español. No le prestaban atención a Arch. Aunque las dos acompañantes femeninas grandes y severas las vigilaban y vigilaban a Arch. En el interior de las puertas giratorias de la entrada había un cartel que anunciaba en español: “Damos la bienvenida al equipo de fútbol femenino de Monterrey. ¡Buena suerte contra Dublín, Irlanda!”. Arch apenas comprendía lo que decía. Un torneo de fútbol. Dublín. Posiblemente esas niñas esperaban el autobús del aeropuerto en el que llegaba Karl. En ese momento salió del ascensor un sacerdote joven y guapo, de tez pálida y ojos azules. Habló con una de las acompañantes del equipo…, le pareció que en inglés. Acto seguido los dos, como si algo les hubiera parecido divertido, volvieron al ascensor y desaparecieron. Había otro cartel en el vestíbulo que decía: “Bienvenida, señora Grace Vick”. No tenía ni idea de quién podía ser.

A Karl le encantaba ese trabajo. Le encantaba sentarse a desayunar y pegar la hebra con los huéspedes... de incógnito

Arch ya lo había revisado todo y mandado por email el informe a Impecables. Él y su padre cogerían el coche e irían desde Glendale hasta Camp Verde para visitar un hotel de la cadena Embassy Suites en la I-17. El Hilton se había granjeado algunos puntos negativos. Ninguna de las camareras de piso hablaba inglés. Seis. Una máquina de hielo no funcionaba. Dos. Durante toda la noche, otra de las máquinas había expulsado unos sonidos fuertes como de pedo metálico. Cuatro. Una puntuación de quince provocaría una revisión de la franquicia. Las propiedades perdían valor muy deprisa. Un Garden Inn podía acabar siendo un Quality Inn.

Arch se fijó en una mujer en recepción que estaba pagando la cuenta pero parecía enfadada. Llevaba uno de esos apretados pañuelos en la cabeza que suelen llevar, pero hablaba como una estadounidense y no tenía la piel oscura.

–El problema –le decía la mujer del pañuelo en la cabeza a la recepcionista (una chica menuda, perpleja y de aspecto agradable, que estaba embarazada), para que pudiera oírlo todo el mundo– es que usted solo conoce las respuestas a diez preguntas. Si le formulo la pregunta número once, y Dios quiera que no le formule la número doce ni la trece, a lo mejor se me queda aquí tiesa. –La chica embarazada asintió y sonrió. No entendía de qué iba todo aquello.

Arch se dijo que no podía incluir aquel problema en su informe. Los informes venían ya estipulados. Había unas casillas que había que marcar. La cosa era muy poco subjetiva. “Máquina de hielo. 1. Completamente operativa. 2. No operativa. 3. Operativa pero defectuosa.” Karl no consideraba que las inspecciones fueran nada justas. Todo desmerecía. Si algo estaba bien o funcionaba, no sumaba ningún punto.

La mujer del pañuelo en la cabeza que estaba enfadada iba acompañada de un niño pequeño. Un perfecto caballero vestido con un traje blanco, con el pelo negro y perfectamente peinado. El niño estaba de pie en medio del vestíbulo, mientras su madre (o quienquiera que fuera) le pegaba un rapapolvo a la recepcionista por culpa de esas preguntas para las que no tenía respuesta. El niño debía de tener seis años y parecía una muñequita. Llevaba unas zapatillas de deporte rojas con unas parpadeantes luces en la suela. Miraba a las futbolistas, que no le prestaban la menor atención. Poco a poco se acercó a Arch hasta quedar delante de él. Lo miró taciturno, mientras sus zapatillas rojas seguían parpadeando.

–¿Está esperando? –dijo el niño.

–Sí –dijo Arch–. Espero a mi padre. –Le sonrió al niño, que también llevaba una pulsera de hospital blanca en su frágil muñeca.

–¿Por qué? –dijo el niño.

–¿Por qué no? –dijo Arch, aún sonriendo. Naturalmente, los niños eran un coñazo.

–¿Por qué?

–Para recibirlo –dijo Arch–. Ha estado enfermo. Le quiero. ¿Tienes padre?

El niño no dijo nada, tan solo se quedó mirando a Arch como si este de repente estuviera lejos, muy lejos.

Y entonces vio a la madre –o quien fuera– que se acercaba a él. Tenía una expresión de cólera, miedo, resentimiento y sorpresa. Un odio y una intensidad hirientes.

–¿Qué estás haciendo? –oyó que comenzaba a gritar la madre, para después proferir palabras en otro idioma pronunciadas muy deprisa. Arch no la comprendió en absoluto. No estaba muy seguro de a cuál de los dos se dirigía. Si a él o al chico. Ninguno de los dos estaba haciendo nada. Nada malo–. ¿Qué estás haciendo? –la oyó repetir. Se alegró de que Karl todavía no hubiera llegado. Karl, teniendo en cuenta sus creencias, podía concluir fácilmente que allí estaba pasando algo turbio. No era más que un error. Arch comprendió que existía la posibilidad de que aquello no acabara bien. Ni para él ni para nadie.