Mauricio Wiesenthal: recuerdos de la vieja Europa
El erudito escritor y profesor de Historia de la Cultura trenza sus memorias con los acontecimientos del siglo XX en 'El derecho a disentir', que Acantilado publica el 1 de septiembre
12 agosto, 2021 09:42En la pasión y en la impaciencia de mi juventud escribí muchas páginas sobre mi vida, pero —pasados los años— soy consciente de que debo ajustar también cuentas con mi tiempo. Ser libre consiste precisamente en saber escapar de la cárcel de nuestras circunstancias para organizar nuestras ideas y nuestra vida desde una perspectiva más distante, y en ser capaz de recorrer nuestra época a contracorriente de muchas tendencias y modas.
De este modo nacieron estas páginas, escritas en mil lugares del mundo. No sé si tantas historias y tantos caminos componen un libro, una fiesta o una canción de adiós. Lo que quise decir lo dije, y lo que quise escribir tan sólo Dios lo sabe.
La parte más libre y auténtica de nuestra existencia es siempre «inoportuna» para nuestro tiempo. Nietzsche la llamaría «intempestiva» (unzeitgemäss), y en ese sentido también las meditaciones de este libro son intempestivas, una contemplación desencantada del momento en que me tocó vivir. Pues la historia —si se rebobina o se mira en cámara lenta— se parece a los partidos de fútbol, cuando se analizan los lances más aplaudidos por los fanáticos de cada equipo; detalles que, no pocas veces, son lo peor y más sucio de cada jugada.
Soy biznieto de un músico judío, nieto de un impresor alemán, hijo de un catedrático español y descendiente de generaciones de europeos que —en una época de fanatismo y de violencia— vieron reducidos a escombros el esfuerzo material y moral de sus vidas. Vine al mundo en un siglo terrible —el novecento— que industrializó el asesinato en serie, creando incluso cadenas de montaje de la muerte.
Mis antepasados paternos procedían de la Alta Sajonia y de Hamburgo, y de ellos recibí —además de mi origen alemán, que no olvido— la herencia judía, escandinava y eslava. Cuando mi padre obtuvo en 1916 su primera cátedra en España, mi abuelo —casado ya con una madrileña católica— se nacionalizó español, como lo exigían las leyes.
Al linaje paterno atribuyo mi gusto por el estudio y mi respeto por los gremios, escuelas y talleres donde se formaban en otros tiempos músicos, pintores y artesanos; así como mi devoción por la historia, y la educación humanista en la que mi padre se ocupó personalmente de formarme.
Mi familia materna es originaria de Cantabria y de Asturias. Allí, en el sagrado altar de los Picos de Europa (entre ríos y desfiladeros, prados, landas de brezo rojo y hermosos bosques), asentaron sus vidas —más sencillas o más notorias, según su suerte— mis antepasados. Tendría que poseer la paciencia de un monje para escribir y miniar esta historia cristiana y campesina que podría ser ilustrada con los iconos de un beato. Sus propiedades estaban muy dispersas, como es normal en las tierras de minifundio, dedicadas mayormente a pastizales para el ganado. Acaso de esa estirpe me viene la devoción por los caseríos de la montaña, mi educación cristiana, el amor casi místico que siento por los monasterios y las ermitas, y mi cariño a las riberas y vegas de la «tierruca» que recorría a caballo en mi juventud.
Recuerdo la primera vez que fui a visitar a mi abuela en sus tierras. Llegué a la aldea por un camino empinado que dominaba un espléndido paisaje entre altos montes. Debía de ser por primavera, pues guardo conciencia del tapiz de flores —amarillas, blancas y violetas— que cubría la pradera, y el olor dulce de melisa y tila que perfumaba el aire fresco.
Subía en una charrette que era difícil de manejar por las cuestas, porque el caballo estaba recién herrado y resbalaba en los tramos de piedra. Tenía que ir atento, vigilando a la yegua en las subidas y templando la manivela del freno en los descensos. Y, al pasar la torre medieval de Linares me detuve en un otero, por dar descanso al animal. Muy cerca se halla el cementerio romántico y minúsculo donde hoy está enterrada mi abuela. Un Cristo de piedra levantaba sus brazos abiertos sobre una tapia blanca, un rosal salvaje y una cancela de hierro. Los mausoleos eran modestos y sencillos y, en las lápidas manchadas por la humedad y el musgo, apenas podían leerse ya los nombres queridos. Entonces pude contemplar todo el valle hasta los lejanos picos que, en esas fechas del año, aún mostraban restos de nieve. Y, desde allí, distinguí el minúsculo caserío con tejados rojos que había sido el hogar de tantas generaciones de mi familia materna.
No sé por qué en los días de la juventud uno tiene siempre la idea de que la vida es corta, y esa sensación de sed apremiante nos lleva a obrar muchas veces con descuido y precipitación. Y, sin embargo, llegados a la vejez, nos damos cuenta de que —en las mismas horas en que el ansia y el gozo de vivir nos llenaba el corazón— se nos iban calladamente los nuestros: los padres, los amigos, los mayores, los maestros, y todos aquellos que perdimos sin poder recuperarlos.
Cuando escribí un esbozo sencillo de mi infancia y de mi adolescencia (un libro del que sólo edité veinte ejemplares y, que andando los años destruí, porque no lo consideré interesante) lo titulé: Llegar cuando las luces se apagan.
Nací en 1943, en medio de un bombardeo. Europa estaba en llamas. Digamos también que vine al mundo en las orillas de un río de cartas: «Querido, querida… padre, madre, hijo mío, hija de mi alma, amada… ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Nos permitirá la vida volver a encontrarnos?».
En las ciudades de nuestra vieja Europa se oían las sirenas de alarma: amenazantes, estremecedoras y entrecortadas. Cada fábrica tenía la suya. Se escuchaba el rugido de los aviones, sonaban las explosiones de las bombas y se apagaban las luces. Después las cartas; el río de las cartas: «querido, querida, padre, madre, amada, hijo mío, hija de mi alma», y —en el raudal— alguna que nunca llegaba.
Las genealogías de mi vida, mis trabajos y mi formación europea me hacen también disidente y distinto a muchos de mis contemporáneos, que se identifican cómodamente con ciertos localismos que me son indescifrables y ajenos.
Probablemente tengo un sentimiento más sencillo y tierno de Europa que mis conciudadanos jóvenes, porque viví en tiempos más duros durante la postguerra. Todo era entonces más pobre, aunque también más fácil de abarcar, de pasear y de amar. Para un niño nada hay tan dulce y a su medida como el paso lento de una abuela o el andante de un cuento.
Mis primeras imágenes de Francia, Suiza, Italia, Austria y Alemania no son las que tienen los turistas de hoy, sino momentos felices y discretos de la vida hogareña cuando nos reuníamos en familia, sin mayor alegría que la de poder vivir en paz, trabajando para reconstruir un mundo que nos habían legado destrozado.
Afortunadamente Europa es un continente de dimensiones reducidas, y encontrábamos rutas, caminos y puentes para dar rodeos. Los campos volvían a estar cultivados, y el cultivo ha sido siempre sinónimo de cultura y de culto, puesto que las primeras divinidades fueron agrícolas. Los europeos no podemos presumir de una fauna salvaje muy rica ni de una vegetación inextricable, porque nuestros antepasados labraron los campos, domesticaron a los animales que trabajaban la tierra, marcaron los hitos del camino, idearon alfabetos e interpretaciones que permitían explicar nuestro origen y establecer un código moral de convivencia, edificaron templos, basílicas y teatros; construyeron castillos y bastidas para defender los burgos, comunicaron las aldeas, ingeniaron armas y tácticas de combate, seleccionaron los cereales, las legumbres y los frutales adecuados a nuestro clima, elaboraron los fundamentos de una cocina sencilla y sabia —aderezada con hierbas saludables y sabrosas—, levantaron monumentos que sirviesen de memorial y guía a los pueblos, fundieron campanas y colocaron relojes en las torres, abrieron vías para comerciar con la sal y las materias primas, guardaron en pergaminos y en bibliotecas las crónicas de nuestras peregrinaciones, crearon rutas transitables en las que se establecieron monjes y hombres misericordiosos que atendían a los viajeros —como Santo Domingo de la Calzada o Saint Émilion—, repartiendo pan, vino y caridad. No pocos viñedos históricos de Europa —en Alsacia, Borgoña, Cataluña, Galicia, Toscana, Renania, Navarra, Burdeos, Rioja— nacieron de esta manera, al igual que los mercados se organizaron en torno a los centros de peregrinación.
Es verdad también que, en aquellos caminos donde aprendí la historia de mi patria europea, se veían entonces no pocas aldeas destruidas, lugares cerrados al tránsito porque ocultaban explosivos y metralla de guerra, industrias famosas que estaban arruinadas y de las que sólo quedaba en pie una chimenea de ladrillo que parecía un monumento fúnebre al trabajo de los hombres en minas y fábricas, y muchas colinas o parques —hasta hace cuarenta años era fácil encontrarlos en las ciudades de la Alemania del Este— que escondían en su interior los escombros de barrios enteros, devastados y calcinados por las bombas.
Recuerdo en Viena los carteles de la Amerikahilfe (‘la ayuda americana’) en los que se veían hogazas de pan negro, las manifestaciones populares en los días helados de invierno cuando faltaba el carbón, los mercados en los que una coliflor costaba más que una camelia, o los tickets de racionamiento.
He hecho muchas veces mis primeras tareas colegiales a la luz de una vela, porque había restricciones cada tarde. Me acuerdo también de que, cuando era pequeño, en los trenes y en las estaciones de Suiza, había carteles que advertían de esos cortes de energía.
La obra de un escritor está marcada por su educación, su idioma y su experiencia vital. Y, por la misma razón que reclamo que los biógrafos incluyan en su trabajo las coordenadas de su personalidad y de su pensamiento, de suerte que queden mejor explicados sus antojos y sus opiniones, aporto aquí pormenores de mi vida. Pienso que así se entenderá cómo y por qué, en todo cuanto he escrito, se manifiesta la herencia de la cultura europea que recibí en mi hogar y en mi educación.