Claudio-Rodríguez

Claudio-Rodríguez

Opinión

Claudio, enigmático y claro

25 julio, 1999 02:00

Claudio Rodríguez fue un hombre bueno. Fue, y es, y será, un gran poeta. En la madrugada del día en que escribo estas líneas apresuradas, oí por la radio la noticia de su muerte, no por esperada menos sorprendente y dolorosa, pues siempre confiamos en el milagro. Confieso que, tras la primera penosa sensación, me asaltó otra de signo contrario. En ella intervenía posiblemente una especie de vanidad gremial: la muerte de un poeta (ocurrida una hora antes) tenía el suficiente interés para ser noticia a la que los medios concedieron un espacio. Luego vino la suma de instantes dedicados a evocar la memoria del amigo.

Conocí a Claudio Rodríguez en 1954. Formé parte del jurado que le concedió el Premio Adonais. Fue una decisión fácil y unánime. Un libro sorprendente, más aún si se considera el hecho de que había sido escrito por un joven de dieciocho años. Sorprendente por su perfección expresiva, por su madurez y porque en aquel Don de la ebriedad apuntaba un nuevo rumbo de la poesía española. Era -y sigue siendo- el inicio de una poesía enigmática, de misteriosa claridad. En esa primera mitad de los años cincuenta predominaba, como es sabido, la poesía de signo realista, fundamentalmente la de carácter crítico y social. (Paralelamente, aunque sus acciones tuviesen escasa cotización en la Bolsa Lírica, se desarrollaba, en torno al grupo cordobés “Cántico”, una poesía esteticista, suntuosa, orquestal, imaginativa).

La poesía de Claudio no rompe con la de sus hermanos mayores, los llamados “de la primera posguerra” (como si hubiese habido más de una guerra civil en España en el siglo XX). él introduce sosiego en una materia lírica invadida por la crispación de los vencidos o por el conformismo de los vencedores (y entiéndase lo de vencedores y vencidos como metáfora que alude a quienes militaron en bandos opuestos).

No deja de ser curioso que, desde que sus primeros versos ven la luz, la crítica, y sobre todo los poetas, admitiesen la novedad de esta poesía. Era machadiana por su sobriedad, por su sosiego, por su contención léxica. Su caldo de cultivo era popular, pero sin neopopularismo. Escribía como un mozo de pueblo, sabio y hondo. Lo que describía no era un espacio de castellanos de ballet, sino el de unos seres con los que tomarse un vaso de vino, el de unas mozas a las que saca a bailar y, desde dentro, pudorosamente, describía el dolor por la muerte de una hermana.

La poesía de Claudio es intrigante y misteriosa. Proyecta la claridad celeste sobre las cosas. Describe “con apariencia” (etiqueta engañosa) de verismo lo que sus ojos ven. Pero su poesía produce el milagro de transformar la realidad sin que nos sea dado localizar los engranajes del mecanismo que convierten esa camisa puesta a secar al sol en mitad del alma. Nos engaña porque nos dice -¿qué?- cosas, significados, palpitaciones que están bajo las apariencias. Es tan claro y tan enigmático como Velázquez, el pintor del aire y la realidad.

Como he dicho, ví a Claudio, por primera vez, en Zamora. Lo ví por última vez hace aproximadamente un mes en Puebla de Montalbán. Tres poetas interveníamos en un acto en recuerdo de Rojas y su Celestina: Joaquín Benito de Lucas (cojeando por una lesión en la pierna), Claudio (de un espantoso color amarillo y verdoso en su rostro) y yo (con dificultades para respirar). Era un cortejo de inválidos, y nos reímos de nosotros mismos. Acabado el acto -el último en que Claudio intervino- fuimos a cenar. Es en el restaurante donde Claudio tomaba una copa en el mostrador, condición sine qua non para sentarse a la mesa, donde Clara, la esposa de Claudio, se abrazó a mí y me dijo: le quedan dos meses de vida. Lloramos un poco juntos, supongo que sorprendiendo a las gentes que estaban en la barra. Luego, nos sentamos a la mesa y charlamos y nos reímos mucho.

Esa mañana, en el Tanatorio, última escala hacia su Zamora, ya no tuve valor para verlo.