Salinas, mortal y rosa
Don Pedro Salinas nació en Madrid y es uno de los pocos veintisietes que lleva don y no es andaluz. Juan Ramón, siempre piadoso, definió así su poesía: “Labia, falsete y cornete”. Juan Ramón difamaba, claro, pero estaba haciendo caricatura de una verdad. Pongamos el ejemplo más claro:
Salinas, el gran poeta amatorio del siglo, recurre quizá con exceso a eso que pudiéramos llamar desdoblamiento. Desdobla a la amada una y otra vez, como en un espejo, y así consigue efectos líricos y de trascendencia. La amada y su espejo, la amada y su sombra, la amada y su ropa, la amada y su ausencia, la amada y su presencia, etc. Casi siempre la amada es doble y el juego de espejos se monta solo. Pero le diríamos a Juan Ramón que eso lo hace él consigo mismo continuamente: el poeta y la amada, por herborizar un ejemplo entre miles: “Qué extraños / los dos con nuestro instinto./ De pronto, somos cuatro”. Salinas termina un libro con estos dos versos geniales: “Esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”.
Yo le robé a Salinas, a quien entonces leía mucho, estos dos endecasílabos esenciales para titular un libro crucial, Mortal y rosa. Cuando los del 27 eran una punta de señoritos vestidos de señoritos, Juan Ramón iba con ellos y la niña de Salinas también. Esto era antes de la labia, el falsete y el cornete. De pronto Solita Salinas, niña mitificada por Juan Ramón, los metía a todos en el cine. Solita quería ver una de Shirley Temple. Y toda la generación del 27 ocupaba una fila de butacas por capricho de la niña.
La obra de Salinas es tan completa, cerrada y perfecta que no hay por dónde entrarle. No presenta fisuras al biógrafo ni adumbramientos al crítico
Siglos más tarde conocía a Solita y Juan Marichal, vueltos del exilio. Marichal es un gran especializado en Azaña escritor. Solita es una señora con mucha finura y encanto. Algunas tardes se les ve por las cafeterías del centro, merendando solos. Tienen mucho ambiente literario en Madrid, pero siguen siendo suficientemente pareja como para salir solos a merendar. Por otra parte, hace ya bastantes años que vinieron y siguen aquí como de visita -les pasa a todos los del exilio-, como si no acabaran de encontrar aquel Madrid suyo del Instituto Escuela y los Giner.
Salinas es el gran traductor que ha tenido Marcel Proust en castellano, él solo o con Quiroga Pla. A Proust sólo podía traducirle un poeta, porque lo que está inventando el francés es la novela lírica. De estas traducciones le ha quedado a Salinas un algo proustiano, como ese preguntarse adónde van los vestidos de la amada cuando los borra la moda, la estación, el tiempo u otros vestidos. Tema asombrosamente proustiano. En la narrativa de Salinas hay como un Proust actualizado, pasado por el ensayismo de la nueva novela e incluso del cine.
Salinas ha tenido una gloria becqueriana como poeta amatorio, ya digo, sólo que a uno le gusta amar con Salinas, o con Neruda, pero le aburre muchísimo amar a aquellas señoritas tísicas que se ligaba el funcionario de González Bravo, o sea Bécquer.
Salinas, además de ser un poeta para siempre, como casi todo el 27, es un poeta de época, y de alguna manera están en sus versos aquellos años veinte, felices y fatales, con su estética y su razón de amor. Algo así como un Juan Gris de la poesía es para mí Salinas, y no sabría aclarar por qué, pues además creo que estas intuiciones no deben aclararse, ya que a lo mejor se estropean. Alguien le vio en su casa haciendo versos y barroquizado de niños que se le subían por todas partes, imagen que viene a desmentir el dibujo del amante cosmopolita que algunos obtienen de sus versos.
Una vez me enumeraba Carmen Romero la lista de andaluces en el 27, que es abrumadora, y se le deslizó Salinas:
-Perdona, Carmen, pero Salinas es madrileño.
Y no lo dije sólo por puntualizar a la profesora de literatura, que sabe mucho más que yo, sino porque para mí eso del madrileñismo de Salinas es muy importante. O mejor diré castellanismo. Hay en don Pedro, incluso en los frecuentes temas amorosos, una castellanía que no le viene sólo de Guillén, naturalmente, sino de su origen manchego, viejo y nuevo, madrileño que está en su pueblo también cuando está en Nueva York. La obra de Salinas es tan completa, cerrada y perfecta que no hay por donde entrarle. No presenta fisuras al biógrafo ni adumbramientos al crítico. Hizo lo que hizo y lo hizo muy bien. Su aportación al confuso 27 es la claridad, el amor como cielo despejado, el endecasílabo dulce y austero.
Todo el 27 -no sé si lo hemos dicho ya aquí- puede desmembrarse por parejas, y la pareja Guillén/Salinas es evidente. En la correspondencia entre ambos parece quedar claro, no que Guillén sea el maestro, pero sí el amigo sin indecisiones, el ejemplo de seguridades, el que lo tiene todo claro. A Guillén le llegarían sus años de indecisión después de Cántico, pero siempre fue hombre optimista -le traté hasta muy viejo-, de gran fe en la vida. Y por eso pudo aconsejar muchas veces al amigo en sus opciones. Otra cosa es que los consejos fueran aceptados y seguidos. Don Pedro tuvo, en los 50/60, su momento de gloria, su éxtasis, como poeta amoroso, en España y América, dotado de una forma clásica que de pronto alumbra un hallazgo cubista. Me explicaba una vez Aleixandre cómo la fama, entre los nombres del 27, ha ido rotando por épocas. Lorca tuvo la máxima en la posguerra, el propio Aleixandre poco después, a seguido viene Salinas y luego se han parado las cosas en Cernuda, que lleva ya muchos años como modelo de poeta puro al mismo tiempo que confesional, memorialista, glosador directo y vivo de la experiencia de la vida.
Pero, modas aparte, lo de Salinas (que narraba experiencias líricas más que experiencias corporales, como el sevillano) queda ahí para siempre como una conjunción perfecta del modelo clásico y la imagen de vanguardia (clásica ya, también). Es quizá el más profesor de todos los poetas y el más poeta de todos los profesores. Persiguió esa “corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito”. ¿La consiguió?