Opinión

Luis Rosales, Granadí

Los Alucinados

12 abril, 2000 02:00

Me llevó a conocerle personalmente Ramón de Garciasol, a su despacho. Y Luis me deslumbró porque yo no esperaba que me deslumbrase. Le entregué un cuento para su revista, pero el cuento ya era lo de menos. El caso es que Rosales tenía unos ojos azules de león con los ojos azules.

Hablaba lento, profundo, distraído, amistoso, como si fuésemos amigos de toda la vida. Luego comprendí que él seguía su eterna conversación barroca y lúcida sobre todo y sobre nada, sobre Dios, el hombre, la poesía, la muerte, América, Garcilaso, la mujer, todo eso, y yo no era sino un nuevo interlocutor viejo, el heredero de otros monólogos, una ocasión joven para seguir hablando. Entre los poetas míos no tenía Rosales un altar, porque uno, joven insoportable, se iba más hacia la vanguardia, la novedad, la sorpresa. Rosales era un clásico deslumbrante, pero igual podía datarse en el siglo XVII.

De ahí mi sorpresa, mi asombro, que todavía me dura, después de tanta amistad como tuvimos. Esperaba encontrarme un fósil y me encontré con el contertulio más vivo y parlante de la poesía española de los sesenta. Mientras hablaba, leía mi cuento:

-Esto está muy bien, me gusta, está muy escrito...

Había acertado el león de los ojos azules, lo que yo quería es que mi cuento -en realidad el capítulo de una novela- estuviera muy bien escrito, muy cargado de prosa, muy irrevocable de estilo, lo que hoy decimos escritura. Y él había acertado con el diagonóstico mejor: "Este cuento está muy escrito". Que no quiere decir muy reescrito, muy mejorado, sino muy hecho, maduro y en sazón, barroco como él, como sus poemas.

Desde entonces fuimos amigos. Cenábamos en casa de alguna elegante de Madrid, de alguna alta dama, calandria, y el que llevaba la conversación era Luis, pese a estar allí conversadores muy acreditados de la Corte, como Paco Nieva, toma ya. Pero Luis tenía la autoridad, la Academia, la sabiduría y hasta quizá el amor (esto muy escondido en el corazón de ella) de la dama. Qué atroz hombría la de Luis, qué contagiosa personalidad, qué volcado entre vida y obra, siempre sobreabundante de humanidad y adjetivo.

Había leído páginas de su Cervantes en el "Abc", pero el libro completo, dos tomos, lo leí mucho más tarde, ya muerto él, qué ingencia de sabiduría llevada con ligereza, qué milagro de gracia granadí llevada con graveza. Si Luis Rosales no está presente siempre y hoy entre los grandes ensayistas españoles, entre los grandes lectores de Cervantes, será por culpa del canon, el maldito canon, el odioso canon que se equivoca siempre con los heterodoxos como Luis. No era un estructuralista ni nada de eso. Así no se podía hacer ensayo. Y una mierda.
He lamentado siempre no ser un joven de los que más asiduamente frecuentaban a Luis, porque pude haberle querido mucho, y haber consolado con mi corazón de izquierdas su corazón de derechas, que en el fondo se sentía culpable de lo de Lorca, cuando no había tal. Lorca estaba sentenciado casi desde que nació, y la primera sentencia se la aplicó Buñuel en el bar de la Residencia de Estudiantes:

-Tú eres maricón o qué.

Salvador Dalí, mucho más humano y humanitario, supo llevar con más delicadeza y paciencia el amor inesperado del poeta granadí de 1898. He lamentado siempre no contar a Luis entre mis padres literarios. Me deslumbró con El contenido del corazón, poemas en prosa que, con Platero, Pasión de la tierra, de Aleixandre, y pocos más, completan la media docena de prosa lírica que cuenta nuestra literatura.

Una vez me lo encontré orilla de la Fundación Jiménez Díaz. Un niño se me moría en la quinta planta. Luis, ajeno a eso y ajeno a todo lo inmediato, empalmó su monólogo perpetuo y me fascinó una vez más con ensalmo de palabras y saberes. El dolor ya no me dolía, y por tanto al niño tampoco, pero escapé escaleras arriba con las medicinas en la mano. Siempre la vida real -una mujer, un niño-, la circunstancia vital, se ha interpuesto entre Luis y yo. Yo me quedaba huérfano de hijo y él se lo había escrito genialmente a su madre: "Para que no te quedes huérfana de hijo, para que no te falte yo, como me faltas".

Otra vez me invitó a cenar para proponerme una triunfal gira por América Latina y le dije que no. Uno siempre ha tenido muy claro cuál es su sitio y su sitio es Madrid. Uno, después de las europeidades imprescindibles, ha comprendido que hay que echar raíces en un sitio para luego escribir con fundamento. No creo en el escritor turístico, como Hemingway.

Mi columna diaria me interesaba más que la gloria americana. Lo mío era "la lluvia fina", como dice un presidente de derechas que tenemos. Trajo a Onetti y compartimos su amistad. Onetti deslumbró una temporada. Era un Faulkner uruguayo. Pero yo amaba los garcilasos descendentes que venían en Luis, hasta Luis. Todo entorpecimientos, en fin, entre él y yo. Luego, después del ataque, me lo encontraba en una exposición, en una galería de arte, y le rehacía el nudo de la corbata, gordo como el de Gerardo Diego, como se lo hubiera hecho a mi abuelo.

-Ese nudo, Luis, que va un poco flojo...

No sé si me reconocía o no. Tenía conciencia de ser el mayor poeta vivo de España. Yo de eso no entiendo. Cervantes y la libertad es uno de nuestros grandes y pocos libros de pensamiento del siglo XX. Después de aquel cuento, que no recuerdo si llegó a salir, nunca jamás volví a pedirle nada a Luis. Con él era suficiente.