Image: Un domingo en las Torres

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Opinión

Un domingo en las Torres

Por el camino de Umbral

3 octubre, 2001 02:00

El domingo es universal, el domingo lo hizo Dios y flota igual en una majada castellana que en el rascacielos más alto del mundo

Septiembre. Jueves, 20

Desde la fachada Sur de la primera Torre se veía media América y, subiendo al último piso, yo creo que llegábamos con la mirada hasta Argentina y veíamos a Borges sentadito en las rodillas de su mama. Toda la fontanería de las Torres iba por fuera, pintada de un rojo Warhol que era la mejor decoración del edificio. Era una tarde de domingo burgués ascendida a los cielos por obra, gracia y desgracia de un arquitecto japonés que se inspiraba en los juncos verdes para hacer rascacielos. El tío de al lado me hizo notar que aquello se movía y, ante mi espanto, explicó que si no se moviese el viento tiraría las Torres. Comíamos hamburguesas en grupo, bebíamos cocacola espesa y cargada, nos llenábamos de americanismo hasta las orejas, ese americanismo de merienda gorda e hilo musical que algunos confunden con el patriotismo. Yo no era patriota de nada pero comprendía que un país que ha dado tales inventos, más algunos antibióticos, La diligencia y la prosa de Henry Miller era un país que podía llegar a cualquier parte, por ejemplo a la planta 99 de aquella Torre.

El domingo es universal, el domingo lo hizo Dios y flota igual en una majada castellana que en el rascacielos más alto del mundo. Hay como una mansedumbre de familias con algo escocés y algo aburrido, hay un hedor de parejas jóvenes que se miran a los ojos tras haberlos llenado de paisaje, aquel paisaje verde y marítimo donde el agua se confundía con la tierra y la tierra con el agua, como en un cuadro de Turner. Del domingo no te salvas ni subiendo al cielo, como subí yo aquella tarde. Resulta que allí arriba también era domingo y el aburrimiento, esa cosa que creíamos herborización de la tierra, era también un beneficio triste de las alturas. Recorrí toda la planta mirando la fontanería exterior y roja, que era la mejor obra de arte de la Torre.

Tenía yo un amigo con el que íbamos a pasear a Wall Street y no levantaba nunca la mirada del suelo:

-Esto es el templo del capitalismo -me decía- y no hay que mirarlo para nada. Yo les desprecio.

Venida la transición, en España, este compañero de rojerío llegó a ministro cuando el Desarrollismo. Era bajito y un día le descubrí en una tienda del Village comprándose lociones interiores y capitalistas. Pero ahora era domingo y estábamos allí arriba mirando el mapa de América, que era justo del tamaño de América. Mi amigo bebía vino mexicano y otros horrores por no probar nada norteamericano. Estuvimos un rato hablando de Henry Miller y me dijo que eso era la degeneración capitalista. Yo había creído siempre que Miller era el gran marginal americano, pero a mi amigo le quedaba poco marginal. Borges, allá lejos, seguía merendando sentadito en el regazo de la mama, pero la moda de Borges todavía no había llegado a España ni al mundo. En la Torre había autobuses, grupos de corzas rubias agavilladas por una asociación religiosa de los Adventistas del Séptimo Día, por un conjunto de twist o por una Legión patriótica que cantaba los domingos por la mañana, al pie de la Torre, himnos muy conmovedores que me llevaban a las películas de Frank Capra. Yo me enamoraba en racimo de todas aquellas militantes con el corazón de estampa y los senos apenas despiertos. Olían a cinco duchas diarias como la prima de Neruda olía a jabón.

-¿Conoces ese poema de Neruda al jabón donde dice que el jabón huele a su prima?

-Sería su prima la que olía a jabón.

-Que no, coño, que no lo entiendes, que no lo has cogido.

-Es igual, de cualquier manera Neruda se está alejando mucho de su premio Stalin y yo he dejado de leerlo.
Era la típica conversación aburrida de domingo por la tarde y mi amigo el soviético no comprendía que las civilizaciones -la americana, la rusa, todas- nos crean estos domingos aburridos como premio a una semana de stajanovismo de derechas. Dimos otra vuelta completa a la Torre y la verdad es que las cosas empezaban a repetirse. El bello edificio había dejado de moverse o nosotros nos habíamos acostumbrado al bamboleo como los pasajeros se acostumbran a las olas del barco. El hedor de los novios era ya un hedor sexual que me animaba a ligar algo, pero las vírgenes del Séptimo Día empezaban a descender del cielo como ángeles de papel y falda escocesa, para dormirse temprano en un internado de señoritas castas que aprendían solas a masturbarse. Mi amigo y yo abandonábamos la Torre tan comunistas como habíamos subido, y le eché una última mirada a Borges, allá lejos, donde ya habría terminado de merendar y estaría leyendo a un apócrifo con su luz de ciego. La tarde moría en Manhattan como los cisnes silenciosos y estrangulados que mueren en el Central Park, justificando toda la sangre del crepúsculo y el color cocacola que trae el cielo en esta, en aquella época. Tarde de domingo en las Torres. Dos horteras de izquierdas, españoles, que luego iríamos a la Casa de España a visitar a los exiliados y a los muertos. En aquella casa me pareció que sonaba un piano. La música de aquel piano olía a brea de barcaza desfondada como los viejos pianos en las tardes de domingo de una provincia española.