Image: En Roma lavándome los pies

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Opinión

En Roma lavándome los pies

Por el camino de Umbral

24 octubre, 2001 02:00

Alberti tenía una novia en el Trastevere, donde cenábamos con los obreros y las matronas del Imperio con el sostén de hierro. El poeta iba terminando su libro Roma, peligro para caminantes

Octubre, sábado,13

Metido ya este diario en trochas europeas y andariegas, recuerdo cómo pasé de París a Roma buscando a Rafael Alberti. Rafael era por entonces la Virgen de Lourdes del exilio literario, sobre todo cuando abandonó Argentina para venirse a vivir a Europa, concretamente a Italia, tierra que le era tan común.

La intelectualidad de izquierdas iba a Roma a ver al Papa comunista y los periodistas iban porque un rojo siempre era noticia, mayormente un rojo tan decorativo. Me recuerdo en la Plaza de España lavándome los pies en la Fontana, aquellos pies míos que ya empezaban a cansar Europa, entre una pululación de hippies europeos y yanquis. Era inevitable que los pies de uno, en el juego del agua, rozasen los pies arcangélicos y deportivos de una chica americana que había venido a conocer la vieja Europa como cuando en Madrid nos vamos al Rastro. Era inevitable ligar y ligabas, pero aquello, tras el diálogo de los pies, resultaba un poco fatigoso, pues había que acarrear toda la indumentaria de la chica, o la mitad, muchos vestidos, botes de café, racimos de cocacolas, zapatos de fiesta y sandalias de trote, más la lencería fina de la niña, que sin duda había copiado sus modelitos de Hollywood, y mayormente de Marilyn. Así y todo, aquélla era la única fontana del mundo donde no se hacían manitas, sino piececitos, bajo un cielo tormentoso de palomas, a la sombra de las apostólicas escalinatas y muy cerca de un casón viejo que era la Embajada de España o algo así.

Era verano y a Alberti lo encontré en un pueblecito de la campiña romana, hasta donde me llevó amistosamente Aquilino Duque, que estaba de traductor en la FAO y creía mucho en ese invento de Europa, aunque añorando su Sevilla natal, que es la que aflora en su escritura barroca, andaluza y maltratada. Con Alberti y María Teresa almorzamos al aire libre.

-Qué gran pueblo éste de Italia, Umbral, aunque sigo pensando que el mejor pueblo del mundo y el más singular es el español.
-Vale, Rafael, bien, tienes razón.

A mí no me parecía tan heroico un pueblo que llevaba más de treinta años aguantando a Franco con sus mediocres, sus santos, sus fascistas, sus vírgenes y sus obispos que eran cada uno de ellos como una hoguera inquisitorial. Luego hablamos de Quevedo. "Estoy escribiendo un libro muy quevedesco, Umbral. Estoy pasando de Góngora a Quevedo. Quevedo es la profundidad hacia fuera".

La profundidad hacia fuera. Nunca he oído una definición mejor del Barroco español. Yo me iba todas las mañanas a lavarme los pies a la Fontana de la Plaza de España, donde ya era uno más entre los hippies y las dulcísimas yanquis con su inglés zureado. Cuando después he vuelto alguna otra vez a Roma, he ido a buscarlas a la Fontana, pero ya no estaban y las habían sustituido unas turistas japonesas de microfilm que querían llevarse en la maquinita toda la grandeza que no entendían.

Los macrós romanos, como dioses menores de la noche, no menos enjoyados que un macarra marbellí, ligaban en Via Veneto a las mismas yanquis de la Fontana, que se habían hecho mujeres, empresarias, cansinas de dólares y travellers que se gastaban en hacer turismo sexual por los grandes cafés de la gran calle, donde yo tenía mi hotel y no vendía una escoba. Para consolarme sentimentalmente iba después de comer a un cine remoto donde ponían pornos tan deliciosos como Blancanieves con personajes reales, todos conviviendo en pura pelota y Blancanieves disfrutando de aquellas siete diminutas virilidades. Roma es un gran círculo de retretes atascados que olían a gladiador muerto y podrido, concéntricos al Coliseo, por cuya noche en ruinas me adentré alguna vez hasta la indecible frontera donde asesinaron a Pasolini los hombres bellos y sangrientos de la prostitución masculina. A mí sólo me robaron el reloj de pulsera. A fin de cuentas, yo no era Pasolini.

Por todas partes tomaba yo notas para mis crónicas romanas y un libro que se iba a llamar Canción de Europa pero que nunca escribí. Alberti tenía una novia en el Trastevere, donde cenábamos con los obreros en camiseta y las matronas del Imperio con el sostén de hierro, pero sudado. María Teresa ya loqueaba y el poeta iba terminando su libro Roma, peligro para caminantes. Si en Buenos Aires había sido el poeta papalicio y despectivo con toda la intelectualidad porteña que le compraba biombos y abanicos pintados por él, en Italia era un particular, un gozoso desconocido, un hombre feliz por cercano a España, siempre metido en juerga pero siempre con aquel gesto amargo que abrochaba su boca hasta la muerte. Cumplí con mi misión, que no era sino el grito de visitar a Rafael en Roma como al otro Papa. Luego fuimos amigos y compañeros en España. apenas si lo leo ahora, de tan sabido. A quienes no olvido es a las muchachas de la Plaza de España cuyos pies rubios se doraban con los míos en aquellas mañanas de sentimiento y exilio.