Image: La hoguera

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Opinión

La hoguera

2 enero, 2002 01:00

"Golden composition", (fragmento), de Mark Rothko (1949)

Había oído que los nazis quemaban libros, y también algunos falangistas de mi ciudad, pero no me importó. Abrí el libro, lo deshojé, lo hice crujir y lo arrojé a la caldera.

Yo, a mis doce o catorce años, era calefactor y encendía todas las mañanas de invierno la calefacción de unas oficinas. La cosa consistía en levantarse a las siete de la mañana para estar a las ocho en el sótano de la calefacción, frente a la caldera, después de haber atravesado la ciudad, que amanecía invisible de niebla, porosa, con los perfiles borrados y la respiración de los pocos transeuntes fija en el aire como el bocadillo de los personajes en los tebeos. Creo que lo primero era quemar unos periódicos viejos y conseguir la llama, en la que en seguida ponía unas astillas menudas, y luego el carbón, que iba echando a paletadas, pero sin ensuciar los blanquísimos puños de mi camisa blanca. Una cosa es ser calefactor y otra ir hecho un guarro.

Como un niño de Alfonso Daudet o de Edmundo d’Amicis, era feliz y desgraciado, era madrugador y presumido, era medio minero y medio fogonero, era la infancia maltratada y exigida de todas las sociedades industriales o preindustriales. Yo ponía en marcha el motor de aquella oficina, incendiaba su corazón de papel moneda, y luego me quedaba un rato mirando el fuego, que era todo él de perros y gárgolas de llama y me miraba a los ojos con una furia que le había metido en el alma yo mismo. Debajo de las escaleras tenía un libro, un tomo gordo con las poesías completas de Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña, poeta local que se movía entre el neoclasicismo y el modernismo, aquel modernismo que había llegado tardíamente a los cafés y los salones de la ciudad. Don Nicomedes era alto y encorpachado, con unas patillas de revolucionario o de senador del XIX, y yo le veía pasearse por la ciudad, siempre sonriente, siempre con su cara de poeta feliz que había encontrado la fórmula del soneto, y pensaba yo en ser poeta como él, aunque más puesto al día.

La hoguera crujía, llameaba, gritaba, cantaba como un herido grave, disparaba tiros al aire y cogía cuerpo, su cuerpo de demonio, como si fuera a salirse de la caldera. Aquello iba bien. Yo abría el libro por donde lo había dejado la última vez y me sentaba en un escalón a leer los versos de Don Nicomedes, que eran también patilludos, como él, y tenían borlas de retórica en los finales de romance y hasta en los finales de estrofa. Pero me gustaban aquellas letras redondas, rubenianas, claras, esponjándose en la página de un papel grueso, polvoriento, mate, por donde el libro respiraba poesía, aunque ya no fuese la de mi gusto. La portera era una bruja vieja y fea, con el perfil del Dante y la escoba antipática, que a veces se acercaba por allí para echar una mirada a la fogata y torcer el gesto ya de por sí torcido: "Parece mentira, un chico tan joven y ya leyendo novelas. Y ese fuego no va nada bien, podías echarle una ojeada".

Yo seguía leyendo y la bruja se iba a barrer sobre lo barrido, porque hubiera querido hilar una conversación conmigo, o mejor una disputa, pero yo nunca le di fuego. Las cosas solían ir bien y al quinto soneto el fuego era ya una hermosura, un árbol de fuego que amenazaba con salirse de la caldera y convertir aquellas oficinas en un resplandeciente bosque de llamas, algo así como una batalla o el fin del mundo. Pero hubo un día en que la hoguera no se alimentaba con nada, dejaba apagar los papeles, morir las astillas, humedecerse el carbón, y trabajé mucho quitándome otra vez la chaqueta (siempre me la quitaba) y volviendo a empezar la humilde y gloriosa tarea de inventar el fuego. Una paletada de carbón apagaba las anteriores y un periódico en llamas, que previamente había leído, se escondía en un rincón vacío, apelotonándose. Iba pasando el tiempo, se acercaba la hora de abrir las oficinas y yo temía que bajase por allí el interventor u otra autoridad para recriminarme por el frío que estaban pasando y porque seguramente yo había ido tarde a mi trabajo. En este oficio lo primero que tiene que arder es el papel, como en la literatura (luego lo supe), pero ya no quedaban más periódicos ni más boletines financieros, ni más impresos de la compañía. Allí estaba yo, sudoroso y oscuro de pesimismo, sólo refulgentes los puños de la camisa, contemplando una miseria de hoguera que sólo eran cuatro palos apagándose como las dos cruces del bolero en un monte de carbón. Yo iba a perder el empleo.

Desesperado, frustrado, asustado y con el sudor frío, miré en torno como mira el náufrago, sabiendo que en torno no había nada. Pero sí había el libro de don Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña. Había oído que los nazis quemaban libros, y también algunos falangistas de mi ciudad, pero no me importó. Abrí el libro, lo deshojé, lo hice crujir y lo arrojé a la caldera. Un fuego verde, luego azul, al fin rojo, se levantó hermosamente como flameando todos los colores de aquella poesía. Era el momento de echar más leña y más carbón. El grueso volumen ardía casi alegre, abría sus páginas a la penetración del fuego como en una violación gloriosa. Asunto resuelto. Fui a lavarme las manos, me puse la chaqueta y subí lentamente las escaleras encaminándome a la calle sin apenas saludar a nadie. En la calle se había disipado la niebla y un sol de mazapán, que es el de diciembre, habitaba la mañana.