Mediterránea/I. Los indalianos
Joan Miró, "Verano", detalle (1938)
Descubrí el mar en Almería, y desde entonces considero el Mediterráneo como un mar lleno de Bibliotecas de Alejandría y carnavales de Venecia. Los otros grandes mares no son más que naturaleza, pero el Mediterráneo es cultura
-Está usted ofendiendo a esas damas. Vaya a la caseta a vestirse y no vuelva por aquí.
No me puso ninguna multa, pero la multa fue moral. No esperaba yo tan violento y municipal saludo del Mediterráneo. Al fondo de la playa había un senado de matriarcas con el bañador por la rodilla y las carnes por todas partes, vigilando a distancia que Ulises no se llevase a sus niños para la tripulación. Las damas me miraban con verdadero asco, pero me miraban. De vuelta a la ciudad, la sal y la luz del mar me picaban en el cuerpo como dándome un bautizo permanente. Ya era yo un hombre del Mediterráneo. En mis días de la ciudad visité a Perceval, gran pintor y buen amigo de Madrid, del clan actualísimo de don Eugenio d’Ors. Perceval, completamente sordo, pero siempre entrañable, me enseñó su hermosa casa, que tenía algo de palomar, y me regaló un cuadro suyo, que yo elegí por la influencia daliniana, aunque esto a él no se lo dije. Estuvimos recordando a don Eugenio, que sale en algunos cuadros de Perceval y que era quien había desvelado el origen indaliano de los almerienses, donándoles el símbolo del Indalo, que se parecía mucho a lo que luego fue el símbolo de los pacifistas. Los indalianos se presentaban en Madrid muy puestos, con su símbolo en la solapa, pero les confundían con pacifistas de a pie y así no llegaron nunca a tener una identidad grupal, la que el maestro hubiera querido para ellos. Mi verano almeriense me llevó a las grutas murmurantes y limpísimas del Mediterráneo, allí donde podía bañarme sin municipales y escuchar esas cosas profundas o pueriles, como secretos de dioses y pescados, que era lo que ascendía hasta el silencio de la superficie. Almería vuelve luego a mi memoria corazonal con el recuerdo de Carmen Díez de Rivera, que tenía una casita en Carboneras, y con el recuerdo de otra Carmen, blanca y extensa, que era como una alemana revisada por Miguel ángel, arquitectural de esqueleto y traslúcida de piel. Perceval tenía los sábados por la noche una tertulia literaria donde quería imitar el Gijón de Madrid. Perceval ha muerto y su cuadro ha ido siendo relegado al office de mi dacha. En aquellos días almerienses y encandecidos de luz empecé a tener, con mi tanga masculino, cierto aspecto de indaliano prehistórico, como para avecindarme en la comarca. Pero recordé siempre, como la primera palabra amorosa de mi hombría solitaria, aquellas confidencias del Mediterráneo de Almería, lejos de guardias y comadres, cuando una dársena de mitos y de náyades se bañaba ante mis ojos con un griterío manso de espumas africanas y dioses que habían olvidado el griego para hablar andaluz.
Nunca más he vuelto a Almería, pese a mis claras Cármenes, pero allí tuve convaleciendo a Carmen Díez de Rivera, ya con la repentina sangre del cáncer en su cuerpo liso y firme. Siempre que vuelvo al Mediterráneo creo escuchar el parloteo profundo y matinal de entonces. Indalo es el punto exacto donde se cruzan los soles violentos de áfrica con las noches parleras de la península, donde reinaba Perceval. Pero seguiré, como el maestro, con mi nuevo descubrimiento del Mediterráneo.