Hacia el espíritu
por Eugenio Trías
26 junio, 2002 02:00Eugenio Trías
Se impone salir del pasivo y cansino nihilismo imperfecto de estos últimos años (el que todavía domina en el escenario internacional del pensamiento), y al que se nos ha ido acostumbrando por desidia y rutina de todos
Las palabras nunca son inocentes; comprometen a quien las usa; tanto más las palabras con larga tradición y carga filosófica, o metafísica. Una de ellas, con la que vengo tratando y conviviendo desde hace casi una década, es la palabra espíritu. No es el momento, aquí, ahora, de trazar su compleja y sinuosa historia o arqueología. Dediqué a ello quizás mi libro más ambicioso, en el que me inspiraba en lo que un monje calabrés del siglo XII llamaba "la edad del espíritu". Literalmente es aire, aire benigno o tormentoso; aire que inspira, o que puede conceder fuerza y vigor; y que se alía con lo mejor de nuestras disposiciones, la inteligencia y la imaginación simbólica; y que por lo mismo tiene su expansión más apropiada en la aventura de conocimiento, en los avatares del arte y la literatura, y en lo mejor de las grandes tradiciones religiosas.
¿Cómo no sentir solidaridad con el excelente toque de atención que, en esta dirección, han lanzado álvaro Mutis y Javier Ruiz Portella, denunciando con probados argumentos hasta qué punto vivimos un mundo en el cual esa ausencia se revela de modo clamoroso? Como si, de pronto, se nos hiciese evidente que vivimos, sin que sea necesario, en el nadir mismo de la inteligencia. No basta hablar al respecto de pensamiento único, lo cual supone al menos que, aunque único, haya tal cosa como pensamiento. Lo que día a día se impone en el escenario político, cultural, mental, es la carencia más llamativa de cualquier atisbo de lo que por "pensamiento" puede entenderse. Basta un paseo por cualquier gran Feria de Libros para percatarse de ello. Como si el reino de lo inocuo y lo prescindible se hubiese apoderado, en mancomunado acuerdo, de todos los que formamos parte de esta Aldea Global que, hoy por hoy, no augura signos de sensibilidad alguna con las mejores facultades que pudieran orientarnos hacia una Vida Buena que fuese también Buena Vida. Como si las más lacerantes páginas de Schopenhauer relativas a la edición millonaria de individuos sin sustancia ni solvencia (por parte de la siniestra Voluntad de ese pensador) se hubiese instalado tanto en la composición de las tramas de representación pública como en los escenarios de cultivo y culto de la inteligencia y de la expresión artística y literaria. Y todo ello al tiempo de los más llamativos abismos de desigualdad entre enclaves amurallados de privilegiados materiales, o económicos, y terribles océanos de humanidad postrada en las condiciones más abyectas, o sometidos a las más inhumanas humillaciones. Y con el silencio coral como atmósfera y ambiente.
En estas condiciones seguir manteniendo de forma impertérrita, como sucede en tantos congresos y colectivos académicos o culturales, que sólo cabe apurar los restos del naufragio, con o sin espectador, de la modernidad en ruinas, de la ilustración abandonada, o de una postmodernidad que tiene ya máscara y rostro de vechia seniora es, cuando menos, un escarnio. Más interesante sería virar en los hábitos mentales, auspiciar todo aquello hasta hoy prohibido bajo palabra de honor en filosofía, o en arte, o en literatura, y asumir el dicho de Hülderlin de que allí donde arrecia el peligro crece también la posibilidad de la salud; de salud existencial; o lisa y llanamente, de salud espiritual.
Eso significa revigorizar un concepto que no sea nominalista de arte ("arte es todo lo que llamamos arte": genial conclusión a la que se llega por una de esas rutas estériles que el peor posmodernismo ha propiciado); y desde luego abrir cauce y espacio a una filosofía que no se limita a desmantelar sino que propone y recrea; o que alienta síntesis, aunque sean provisionales y de urgencia; o que no desdeña ni se avergöenza en reinstalar en su vocabulario más comprometido y radical la palabra espíritu. Una palabra que puede, hoy, reconstruirse y recrearse una vez colmados y agotados todos los gestos de criticismo (analítico, hermenéutico o des-constructivo) que han terminado por convertir el espacio de reflexión en un yermo tedioso y desertizado.
Se impone, pues, pensar a la contra, o pensar de tal modo que al criticismo demoledor siga y continúe la "crítica de la crítica". O para decirlo en expresión de Nietzsche: salir del pasivo y cansino nihilismo imperfecto de estos últimos años (el que todavía domina en el escenario internacional del pensamiento), y al que se nos ha ido acostumbrando por desidia y rutina de todos, por una suerte de uso y ejercicio de la negación, o del nihilismo, más radical: aquél del cual pueden surgir o brotar nuevos horizontes de estimación y valor. Y la palabra espíritu, en todos estos contextos, se nos impone como la más necesaria; quizás como la que verdaderamente corresponde a estos tiempos de escasez; o de encefalograma plano.