Image: Mediterránea/y VI. La Ibiza de Polanski

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Opinión

Mediterránea/y VI. La Ibiza de Polanski

31 julio, 2002 02:00

Darío Urzay, "Sin título 89 f-1" (1989)

Las mañanas de Ibiza estaban llenas de adolescentes que patinaban entre esas cuatro paredes de luz que tiene la nada, sujetos por el oído musical que les alimentaba desde el cielo en su calidad de ángeles del pop

Todas las noches nos reuníamos a cenar, en la discoteca monstruo de Matutes, con la princesa Smilja, el director Polanski, la Getafe y más personal adventicio. Polanski cogía nuestras servilletas de lino y fabricaba un falo de trapo, muy bien construido, para cada uno de los comensales, ante la admiración previsible de su cámara, que llevaba viéndole hacerlo toda la vida. La primera noche que le entregó su falo a la Getafe, con la excesiva gratitud de ella, se me despertó el gato de los celos, porque los celos son felinos pero no alcanzan al tigre sino que tienen el tamaño de un gato joven que nos araña el corazón con su garra de mimo y terciopelo.

Polanski había hecho, entre otras, aquella película donde una secta de reptiles humanos sacaba los ojos a un niño, a poco de nacer, para designarle como el dios esperado y duradero. A mí esas cosas me parecen de un Allan Poe de cine de barrio, calificación que le iría muy bien al propio Allan Poe, sobre el que estuvimos discutiendo aquella noche en la cena sin que yo llegase a convencer a nadie, naturalmente, de que Allan Poe le debe su gloria a las suntuosas traducciones de Baudelaire, pero es un loco de mal gusto. Mi rechazo de Allan Poe no era sino un soporte, una manera de estar rechazando el cine de Polanski. El horror siempre me ha parecido un subgénero literario para modistas histéricas y adolescentes temblorosos. Smilja presidía la cena con su sonrisa amable, tanto más amable cuanto que no quería decir nada. Era una sonrisa social. Yo le enseñaba español a Polanski, que lo había aprendido en México y hablaba, por tanto, aquella cosa colorística y como de corral. Luego, bajábamos todos revueltos a bailar.

Las mañanas de Ibiza estaban llenas de adolescentes que patinaban entre esas cuatro paredes de luz que tiene la nada, sujetos por el oído a un hilo musical que les alimentaba desde el cielo en su calidad de ángeles del pop. Las mañanas de Ibiza estaban llenas de playas nudistas donde mujeres jóvenes, más extranjeras que nacionales, seguían teniendo, desnudas, la misma gracia doméstica y humilde que vestidas. No habían aprendido todavía a ponerse el traje de su cuerpo, de su propio cuerpo.

Eran madres en flor, como hubiera dicho el poeta, y paseaban por la playa de piedras y espumas con sus niños pequeños como gatos. Allí se veía que son una generación femenina que va perdiendo los pechos pero no los glúteos, que evoluciona hacia el modelo masculino, pero con la gracia de Grecia. Hay que decirlo así, la gracia de Grecia, para que la aliteración exprese lo que queremos expresar. Melenas cortas y pies rojos que eran el último resto del añorado atuendo de mujer. La Getafe se había pasado la noche anterior bailando con Polanski, de modo que me enrollé con una periodista de Barcelona que era una hilacha adolescente de mujer. Primero me hizo una entrevista y luego hablamos ya como dos colegas o dos coleguis, y ella me invitaba a verla en Barcelona antes de volver a Madrid. La Getafe apareció con su tanga más luminoso. La Getafe tenía la cara de la Virgen del Carmen, el cuerpo de una madrileña de Cabestreros o de Manuel Becerra, o sea un cuerpo un poco goyesco y clásico dentro del clasicismo barroco y sobrealimentado que le gustaba a don Francisco de Goya.

Nadie nos acordábamos de Polanski y menos de la princesa Smilja. Corrimos por la playa como queriendo dejar algo atrás y la Getafe estuvo sabiamente cariñosa con mi pequeña novia barcelonesa. Después de comer dormimos la siesta en el hotel. Yo pensaba en una periodista del corazón que nos había visto en la piscina del Meliá. La Getafe se entregaba desnuda a los cruzados calores de la hora, del sol, del hotel y de la luz que oscurecía su cuerpo. Parecía seria, grave, agraviada. Pensé en la cocacolilla de Barcelona. ¿Había yo conseguido ponerla celosa? La Getafe, que no era de Getafe, anduvo todo el día por Ibiza, o sea anduvimos, con su coche rojo alquilado, su sombrero tejano recién comprado, que le sentaba a su perfil de Virgen clásica. De pronto le hice la pregunta gilipollas que nunca se debe hacer cuando se busca una mentira consoladora: ¿Te acostaste anoche con Polanski?