Image: El esnobismo del Papa

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Opinión

El esnobismo del Papa

6 febrero, 2003 01:00

Ilustración de Ulises

Wojtyla ha hecho también un esnobismo delicadísimo de su ruina humana, de su voz ilegible como un arameo olvidado, de su temblor de manos y su cuerpo desnivelado debajo de tantas capas

La Iglesia católica, aquella roca de pescadores sin chapapote, se inicia en el Renacimiento, cuando olvidamos definitivamente la túnica inconsútil de Jesús para entregarnos a la orgía estética del nuevo arte, tornando la tríada del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la tríada de unas ciudades impares donde los siglos han soplado sin cambiarlas de sitio: Roma, Venecia, Florencia. Roma es la cúpula, Venecia es la torre gótica de un mar nada gótico, y Florencia es el nuevo nacimiento de la pintura, de Venus y de las Venus de provincias que el arado romano iba desenterrando entre hortalizas.

Es cuando los cardenales se juegan a los dados de marfil la túnica de Jesús y acaban todos enriquecidos por el juego, vistiendo ropones de gaycolor, bonetes de carnaval y chapines de piel vuelta y pisar silente. Desde entonces hasta hoy los papas y cardenales vienen ejercitando el esnobismo de la Iglesia y el propio esnobismo personal, con o sin salida del armario. Lo que falsificó la imagen de Cristo no fue el pecado de la carne sino la carne sin pecado de la elegancia vaticana, ironizada magistralmente por Fellini en el cine.

En este contexto, sólo podemos aislar a Pío XII, el Papa nazi, que se limitó siempre a su túnica blanca, con los pliegues muy planchados, su bonete blanco y los cuidados de sor Pasqualina, que sabía cuidar de un Papa y cuidar de un canario que tenían en el balcón de San Pedro, y que no era el Espíritu Santo sino un canario civil que a veces gritaba: "¡Viva Garibaldi!".

Luego ha seguido la pompa y circunstancia de una Iglesia suntuosa que se hace visible por el lujo más que por la oración. Juan Pablo II, o sea el camarada Wojtyla, ha sido un esnob del Vaticano y lo sigue siendo a su pesada edad. Las columnas de Bernini, los techos de Miguel Ángel, el oro viejo que alterna en el Vaticano con el oro joven, convierten en esnob a cualquiera, por muy Papa o santo que sea. Pero es que Wojtyla ha hecho también un esnobismo delicadísimo de su ruina humana, de su voz ilegible como un arameo olvidado, de su temblor de manos y su cuerpo desnivelado debajo de tantas capas, como conchas de galápago de oro, que le cubren del frío y del calor, porque a esa edad todo mata. El esnobismo de Juan Pablo está en sus viajes imposibles, en su coleccionismo de niños tercermundistas, en la inseguridad de su mano cansada que quisiera acariciar el cogote infantil del planeta. Juan Pablo sabe ya que sus plurales enfermedades son un espectáculo, que su incapacidad para lo espectacular es lo que debe seguir cultivando para atraer a los fieles/infieles, como en un cuento magistral que Patricia Highsmith escribiera sobre él.

En un mundo esnob de nuevos ricos que hacen turismo teológico, el Papa tiene que ser esnob, espectacular, este Papa que sabe soltar una paloma de entre sus manos como si fuera el Espíritu Santo, que seguramente lo es. Así vuelan las palomas de las manos de los mendigos, directamente hacia el cielo. Este Papa parece pintado por Dalí, al que nunca conoció. Pero lo cierto es que la Iglesia ha degenerado de Leonardo a Salvador Dalí, es decir, del primer Renacimiento al último surrealismo. Un anciano que se exhibe con su lepra de cansancio, sus enfermedades y su dicción caótica es un Papa muy consciente de la condición esnob que le asiste. Las multitudes van a verle por miles, también por esnobismo, el esnobismo de hablarle a Dios de tú a tú y hacerle un vídeo donde sale viejo de eternidades, como efectivamente lo es, y por eso Juan Pablo teatraliza a Dios mejor que nadie.

Ya es imposible darle la vuelta a la historia, a la túnica inconsútil de Jesús, y vestir el papado de sencillez y blancura. El tiempo les ha ido acumulando a los Papas túnicas como siglos, con las que sudan místicamente el calor de los pobres, que no se sabe de dónde sacan tanto calor, con su falta de proteínas. Es la manera de participar en la comunión de los santos, que siempre fueron pobres, y el perdón de los pecados imperdonables.

Con tres cuartos de humanidad mendicante el Papa no puede ir también de mendigo, porque eso no tendría efecto. La miseria de los demás es lo que obliga a Juan Pablo a sus toquillas de oro, pues de alguna manera hay que distinguir a Dios entre la multitud.