Antonio López, un clásico en zapatillas
El pintor Antonio López no viene a cerrar esta serie en calidad de esnob, porque nunca lo fue. Primero era un chico de Tomelloso y hoy es el mejor pintor de España, muy visitado y difundido en el mundo. Pero todos sus premios y triunfos no le han disuadido de su cualidad terruñera, no le han aportado ni un ápice de esnobismo. Hoy, sus plurales culturas le permiten hablar de pintura y de lo que fuere con un cierto magisterio de la calle, pero sin caer nunca en pecado de esnobismo, que no es lo suyo. El esnobismo puede aportar una segunda personalidad más brillante que la primera, pero sólo en algunos y determinados casos. Antonio López, sin duda, no ha tenido necesidad de plantearse esta alternativa, que su naturaleza ignora. Es un pintor de pueblo que triunfa irónico en las grandes ciudades y luego se va a cenar sopa de ajo con unos paisanos de Tomelloso que aparecen milagrosamente en Nueva York, como esos niños difuntos que aparecen o aparecían en los cuadros de interiores cuando Antonio López hacía realismo mágico.
Este realismo mágico, según me contaba él, procedía de sus sueños, pues estuvo mucho tiempo pintando lo que había soñado la noche anterior, y ahí aparecen las mozas de Tomelloso, sentadas en rueda, hermosas, anchas y princesas o infantas de ese palacio de bodegas y jamones, de artistas y poetas, que es la patria de los López, de García Pavón, de Félix Grande, de Eladio Cabañero y todo un trust de cerebros como los encontramos en tantos pueblos de España, pensando profundamente las historias familiares, en el Casino de los Señores o en el Casino de los Trabajadores.
Antonio López vino a Madrid a estudiar en la Escuela de Bellas Artes y es cuando yo le veía en casa de Pavón, siempre cargado con su gran zurrón misterioso don-de cabía un Velázquez de gran tamaño, varias botellas de vino, la ropa de diario, la ropa de trabajo, las cartas del pueblo y un caballete para ponerse a pintar en cualquier esquina de Madrid. Así le salió la Gran Vía. Es cuando se despierta, deja el realismo mágico y el realismo/realismo, para situarse entre la geometría y Velázquez, porque Antonio es un geómetra que no renuncia a la pintura aérea de Velázquez, a los milagros de la luz ni a las fantasías de la realidad.
Antonio López acaba en España con la abstracción, cuando ya ésta se ahogaba sin atmósfera y todos los cuadros empezaban a ser iguales aunque jamás habían sido distintos. Hacía falta un pecado nuevo en la gran pintura y Antonio López se alzó con la hermosa blasfemia del realismo como viña de todas las cosas. Uno comprende que López nos haya devuelto a los galpones de la realidad geométrico/velazqueña, pero uno, que cree en aquello de que la memoria es la identidad, sigue identificándose con la temperatura de los interiores, el clima de la intimidad y el milagro modesto y pintado del párvulo que vuela de un extremo a otro del aparador. Ya tengo escrito anteriormente sobre el realismo mágico, pero lo de Antonio López hacía escuela por sí mismo y el realismo enjuto tenía su secreto en coger una foto de los padres, en seco, uno con la gabardina de los 40 y ella con la cesta de la compra. Son cuadros abrumadores de sinceridad y absolutamente perfectos y actuales.
Ahora, nuestro pintor vive por Chamartín, oye los trenes como cuando soñaba en Tomelloso, aquellos trenes cantados por Eladio Cabañero, pinta con el sol del membrillo, se entiende bien con otro perfeccionista como Víctor Erice, y tiene tanta obra sin terminar como obra terminada. Las esculturas le crecen solas y amo esa colegiala adolescente con más piernas que abrigo, que debiera lucirse a la puerta de algún instituto. Antonio López es un gran teórico de la pintura y, si se le deja, en seguida nos hace a todos velazqueños o nos mete en unas Meninas. Ha llegado a la pureza de un gran clásico sin quitarse las zapatillas de cuadros.