Image: El dilema del artista

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Opinión

El dilema del artista

por Mark Rothko

11 noviembre, 2004 01:00

Descendimiento(1989-1990), de Víctor Mira, puede verse en la exposición Miguel Marcos. 25 años en el Palacio de Sástago (Zaragoza)

¿Cuál es la idea que la mayoría de la gente tiene de los artistas? Si reunimos mil descripciones el balance final es el retrato de un inútil: se le considera infantil, irresponsable, ignorante o estúpido en los asuntos prácticos de la vida. Esta imagen no supone condena o desprecio. Estos defectos son atribuibles a la intensidad de la preocupación del artista por su fantasía particular y a la naturaleza poco realista de lo fantástico. La cómica tolerancia que se tiene para con el profesor distraído es aplicable al artista.

Los biógrafos contrastan la torpeza de sus juicios con sus logros en el terreno de lo creativo y, si bien se murmura sobre su ingenuidad y su picardía, estos mismos calificativos se interpretan como signos de Simplicidad e Inspiración, inseparables compañeros del arte. Y si por un lado se dice que el artista se expresa torpemente, o no está lo suficientemente informado, por el otro se dice que es un privilegiado puesto que la naturaleza ha decidido alejar de él las distracciones mundanas para que pueda así concentrarse en su singular cometido.

Este mito, como todos los mitos, tiene muchos fundamentos razonables. Primero, da testimonio de la creencia popular en las leyes de la compensación: que mientras un sentido gana hay otro que padece. Homero era ciego y Beethoven sordo. La desdicha que esto significó para ellos es una suerte para nosotros en términos de la riqueza de su arte. Pero más importante aún, da testimonio de la prevaleciente creencia en el carácter irracional de la inspiración, ubicando la verdadera clarividencia, vedada a la mayoría de los hombres, en ese espacio entre la inocencia de la niñez y los trastornos de la locura. La idea que prevalece del artista es compatible con la visión de Platón, expresada en Ion en referencia al poeta: "No es posible la invención si al poeta no le ha llegado la inspiración y está fuera de sus sentidos, y su mente ya no habita en él". Aunque la ciencia, con sus escalas y normas amenaza constantemente con despojar de misterio a la imaginación, la persistencia de este mito es el homenaje involuntario que el hombre rinde a la comprensión de su ser interno como algo diferente de su experiencia racional.

Sin embargo es curioso que el artista nunca se haya quejado de no poseer esas virtudes sin las cuales otros hombres no podrían vivir: la capacidad intelectual, el buen juicio, el conocimiento del mundo y la conducta racional. Se puede incluso decir que ha fomentado este mito. Vollard en sus diarios personales nos dice que Degas fingía sordera para escapar de las discusiones y arengas en torno a temas que encontraba falsos y de mal gusto. Si el tema o el interlocutor cambiaba, su oído mejoraba inmediatamente. Tenemos que maravillarnos ante su sabiduría ya que parece haber intuido lo que ahora sabemos con certeza: que la repetición constante de la impostura es más convincente que la demostración de la verdad. Es comprensible entonces que el artista haya cultivado esta apariencia de tonto, esta sordera, esta torpeza para expresarse, en un esfuerzo por evadirse de los millones de comentarios irrelevantes en torno a su obra. Porque mientras que la autoridad de un médico o un fontanero nunca se cuestiona, todo el mundo piensa que puede juzgar y determinar adecuadamente lo que es y tendría que ser una obra de arte.

No nos engañemos a nosotros mismos con visiones de una época dorada libre de esta cacofonía. Ese brillo dorado no es más que una falsedad artística. Convivimos con la fantasía y sabemos cuán reales pueden parecer los sueños. Y una época como la nuestra, que nos exige una confrontación tan directa con la realidad no nos concederá el placer de la narcotización. Conscientes de que las tribulaciones de los hombres son siempre interiores podemos afirmar que el artista del pasado también tenía motivos para actuar como un tonto loco y de esta manera proteger aquellos momentos de paz cuando podía acallar las demandas de los demonios y consagrarse a su arte. Y si además la naturaleza le adjudicaba la apariencia de un tonto mejor para él, pues el arte del disimulo es muy riguroso. "Se equivoca de camino aquel que busca/agradar a este vano mundo,/pues cuántas veces tiene que mostrar que goza/cuando dentro de sí padece./Y en sus momentos más dulces/parecer triste y amargo./Al ciego mundo debe complacer/y entregar sus profundidades/y sus presentes a quien no merece recibirlos./Y a los errores del vulgo ignorante/asentir con el látigo de sus mentiras". Este lamento es de Miguel ángel (la transcripción de este madrigal proviene de The Life of Michel Angelo Buonarroti, 1807). Incluso este gran hombre -que vivió en una época en que la relación entre el artista y el mundo parecía ser ideal, en la que se organizaban festivales y procesiones para celebrar la finalización de la obra de un artista de prestigio, por cuyos servicios se disputaban duques, papas y reyes-, incluso él se llevó su parte de calumnia y desaprobación. Constantemente atacaban los principios en los que se fundaba su arte, y cuando rebatía estas críticas se ponía en entredicho su moral. Aretino atacó los desnudos en El Juicio Final alegando que iban en contra de la piedad cristiana. No se puede negar que el argumento de Aretino era razonable. La visión de Miguel ángel de la corte celestial podría fácilmente confundirse con una gran orgía. ¡Estos doctores y moralistas, siempre tienen la razón! Al igual que nuestros propios moralistas y críticos, sus exposiciones son tan claras, sus razonamientos tan bellos: pero ¡qué terrible falsedad en aras de la verdad!

La mayoría de las sociedades del pasado exigían del artista que reflejara los conceptos de verdad y moralidad de la época. El artista egipcio, por ejemplo, tenía que reproducir un prototipo claramente preestablecido; el artista cristiano tenía que ceñirse a los dogmas del Segundo Concilio de Nicea a riesgo de ser excomulgado, o, como los monjes de la época iconoclasta, trabajar bajo constante amenaza y en la clandestinidad. Es significativo que al final los desnudos de Miguel ángel tuvieran que aparecer con calzones o cubiertos con paños. La autoridad formulaba reglas y el artista obedecía. No hablaremos aquí de aquellos artistas que con su atrevimiento revitalizaban el arte rescatándolo de una imitación narcisista de sí mismo. Es un hecho que en esa época, para que al artista se le permitiera practicar su arte, tenía que someterse a estas reglas o aparentar sumisión a ellas. Podría decirse que sucede lo mismo con los artistas de hoy día; que el mercado, al otorgar o privar al artista de sus medios de subsistencia, ejerce la misma presión. Sin embargo, existe una diferencia vital: las civilizaciones que hemos mencionado anteriormente tenían el poder temporal y espiritual de exigir que se cumplieran sus exigencias sin dilación.

La realidad del artista (Síntesis), inédito de Mark Rothko, aparece la próxima semana