Image: Frankfurt sin Roger Strauss

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Opinión

Frankfurt sin Roger Strauss

por Jorge Herralde

18 noviembre, 2004 01:00

Constelations, 1959, de Joan Miró forma parte de la exposición las palabras de la pintura que muestra estos días el Cgac en Santiago de Compostela

¡Qué sensación tan extraña estar en la Feria del Libro sin la presencia de Roger Strauss, el fundador de la mítica Farrar, Strauss and Giroux! Una excepcional editorial literaria, la más prestigiosa de Estados Unidos, que alberga en su catálogo un inigualable número de premios Nobel (véase: Hamsun, Hesse, Eliot, Lagerkvist, Mauriac, Juan Ramón Jiménez, Quasimodo, Solzhenitsyn, Neruda, Montale, Singer, Milosz, Canetti, Golding, Soyinka, Broadsky, Cela, Gordimer, Walcott y Heaney), además de los Pulitzer, National Award y un sinfín de galardones. El primer recuerdo de Roger Strauss se remonta a mi primera Feria, en 1969.

Entonces sólo había dos Halle: uno para los editores alemanes y otro internacional. Entrando por éste, a la izquierda, estaba la zona estadounidense y allí presidía su stand la imponente figura de Roger Strauss y, ya desde entonces, a su lado, su fiel e indispensable y estilizada Peggy Miller. Tardó en decidirse en acudir a esa Feria celebrada en un país, Alemania, responsable del Holocausto, pero cuando finalmente varios colegas europeos lo persuadieron, Roger y Peggy se convirtieron en dos presencias imprescindibles en todo cóctel, almuerzo o cena significativos, y a ellos se unió, años más tarde, Jonathan Galassi, ahora al frente de la editorial.

También cada año, el último día de la Feria, Roger y su staff -imprescindibles Peggy Miller, Jonathan Galassi, Elisabeth Sifton- daban su propia cena en el Park Hotel a un restringido número de colegas (ser invitado era un envidiable trofeo). Y esta vez, el año de su muerte a los 87 años, también se celebró una cena, más amplia, en su memoria, con breves discursos emocionados pero no sensibleros, y con frecuentes ráfagas de humor, tal como a él le hubiera gustado. En efecto, Roger Strauss era todo un personaje, larger than life, tan respetado como temible, con una lengua mordaz y un humor sarcástico que desenfundaba con la rapidez del más experto pistolero.

Muy alto, con una cara que recordaba, en más enérgico, al cantante Leonard Cohen, Roger Strauss vestía a menudo con trajes oscuros a rayas, un deliberado guiño a las películas de gángsters, "tenía el alma de un bucanero", en palabras de su amigo y colega británico Christopher MacLehose. Las relaciones con sus autores eran cordiales y estrechas, privilegiadas, y algunas veces también tormentosas, claro está. Y difíciles con los agentes literarios (también claro está).

Una anécdota acerca de agentes. En 1999, en plena fiebre del pelotazo, Tom Wolfe cambió de agente y después de tantos años con Deborah Rogers y Ann Warnford-Davis pasó a Lynn Nesbit, que se había unido a Morton Janklow, formando una agencia poderosísima. Se desató una subasta en la Feria de Frankfurt por la siguiente novela de Tom Wolfe, de la que no había escrito ni una línea, ni una sinopsis, ni el título, ni estaba prevista ninguna fecha de entrega (de hecho, tardó unos diez años en publicarla, con algún infarto de por medio). Anagrama había publicado casi todo Tom Wolfe, diez títulos, y nuestra edición de La hoguera de las vanidades había sido la más exitosa, con mucho, de todas las traducciones. La subasta con la impasible Nesbit estaba alcanzando cotas vertiginosas, por lo que fui al stand de Farrar, Strauss and Giroux, la editorial de todos los títulos de Tom Wolfe, para comentar el tema con Roger y ver cómo éste lo había manejado. Roger me dijo que Lynn Nesbit le había pedido una suma imposible, aunque in extremis pudo negociar con la potente editorial de bolsillo Bantam un apalancamiento decisivo para poder afrontar el reto. Pero, en el trayecto, Roger había llamado a Tom Wolfe y le preguntó si sabía de las exigencias de su agente. Y Tom, según me dijo Roger Strauss, le contestó, flemático: "Sí, Roger, lo sé, y me gustaría mucho que tú lo publicaras". (Es decir, apáñate como puedas.) Por mi parte, sin apalancamiento posible, en mi amor por Tom Wolfe pujé hasta trescientos mil dólares a ciegas (una cifra bastante insensata para nuestro formato y para la época) y al final se lo llevó Ediciones B, con un peaje suplementario, por así decir: pagó casi el doble, medio millón de dólares. Y la "fuga" de Tom Wolfe motivó sorprendidos y disgustados comentarios en la prensa internacional del sector, empezando por el Publishers Weekly. Comentarios ahora impensables, era una época aún un tanto ingenua.

Otra anécdota: también en la era del pelotazo, Susan Sontag estaba cada vez más nerviosa (los grandes anticipos no son sólo mucho dinero sino también status), por lo que Roger le dijo que, para preservar su gran amistad, se pusiera en manos de un agente (hasta aquel momento trataba directamente con la editorial), con quien ya negociaría. Susan hizo sus prospecciones y le dijo que estaba dudando entre Lynn Nesbit y Andrew Wylie. Roger dijo algo así (lo contó, hace años, muy divertidamente, en una revista que no he tenido tiempo de localizar): "No, por Dios, Susan, la Bimbo no, mejor el Chacal", y así fue y Susan Sontag continuó publicando con él sin problemas. (Aunque la relación entre Roger y Wylie se deterioró fuertemente cuando éste fichó a Philip Roth y el escritor dejó Farrar, Strauss and Giroux. Pero, en fin, gajes del oficio.)

En junio pasado, en Nueva York, tuvo lugar un primer memorial en honor de Roger Strauss, en el que participaron muchos de sus escritores y amigos, cuyos discursos se recogerán en breve en un volumen.
Según me contaron, Tom Wolfe repitió por enésima vez la divertida anécdota de cómo cuando Roger iba a entrar en el edificio de la editorial, en Union Square West, barrio céntrico y bronco (digamos, como la Gran Vía madrileña actual a ciertas horas), los habituales yonquis del entorno paralizaban la acción de la jeringuilla, en señal de respeto, y seguían pinchándose después.

Y leí el divertido y contenidamente tierno texto que el propietario del restaurante Union Square Cafe, donde Roger había almorzado unas 3.000 veces a lo largo de su vida, leyó en honor de su comensal de la sempiterna mesa 38. En él aludía a los miles de ostras ingeridas y añadió socarrón: "Imaginad cuánto más elevados hubieran podido ser los adelantos de FSG si Roger no hubiera invertido tanto en ostras". Y al final, en su última visita al Union Square Cafe, un poco antes de morir, le dijo que parecía cansado y que necesitaba con urgencia un corte de pelo, una broma habitual que Roger le hacía precisamente a él. Roger le miró con aquella cáustica sonrisa suya por última vez y dijo: "I love you too, baby". Y así termina el texto. Le comenté a Peggy cuánto me había gustado y ella me respondió con un brillo malicioso en sus ojos: "Es el mejor escrito de todos".