Opinión

Hacer leer a un niño (sin romperlo)

por Fernando Aramburu

29 septiembre, 2005 02:00

No oigo voces que argumenten contra la obligación que tienen los niños de asistir al colegio. Les guste o no, se aburran o se diviertan, lo cierto es que cada día laborable, a hora temprana, los pequeños han de abandonar la placidez de sus camas para congregarse en un edificio de su localidad o de una localidad vecina destinado a acogerlos. Allí un equipo de adultos se gana la vida asignándoles actividades que, con frecuencia, acabada la jornada escolar, se prolongan en forma de deberes para casa.

La ciudadanía democrática, tolerante y votadora no sólo acepta la imposición; incontables familias se avienen a costearla cada mes arreándole un tajo al presupuesto doméstico. Se deja imaginar que la obligación diaria de acudir a las aulas comporta la de hacer algo provechoso en ellas. Por lo regular, los padres admiten sin reservas que sus hijos se ejerciten en el manejo de los números. Les parece bien que agreguen al idioma vernáculo el conocimiento de otros. Que sepan un poco de animales, de leyes físicas, de Grecia y Roma. Que brinquen y corran al compás de un silbato. Pero... ¿leer a la fuerza un libro de literatura, el Quijote y esas cosas? Ah no, eso sí que no, pues no faltaba más. Leer a la fuerza es una aberración. Hasta los mismos escritores de ahora lo dicen cuando se arrancan a opinar en los periódicos.

Tenía razón Borges: lo que tomamos por realidad acaso sean ficciones que alguien sueña. Su Aleph, sin ir más lejos, a mí no me ha parecido hasta hace poco más fantástico que la extraña circunstancia de que en la casa de un menor de edad existiera un artefacto llamado biblioteca paterna. Los primeros libros que entraron en mi hogar fueron los trece o catorce que un profesor despótico me mandó leer y que, por falta de un mueble adecuado, yo guardaba dentro de un cajón. Así de simple. Me vienen, en consecuencia, ráfagas de agradecimiento, por más que me siga mereciendo rechazo el método punitivo que el docente empleaba para poner a sus alumnos en contacto con las joyas mayores de la literatura española, de paso que les abría una primera puerta de acceso al conocimiento de la lengua alta.

La imposición de la lectura, por sí sola, no hace lectores, de la misma manera que un niño arrojado a la piscina no se convierte al instante en nadador. Sin embargo, es innegable que una vez dentro del agua aumentan las posibilidades de aprender a nadar. Alguien podría decir que también de ahogarse. Es verdad. Un educador digno de tal nombre no debería por ningún concepto admitir el perjuicio psicológico derivado de los malos tratos ni fomentar el odio hacia los bienes culturales que le han encargado transmitir. Pienso por ello que a la imposición debiera confiársele una misión educativa de rango menor. Bastaría con que alentase la conciencia del deber donde no la hay y que lo hiciera apelando exclusivamente a la responsabilidad de los educandos, a fin de ayudarles a superar la resistencia a emprender actividades cuya necesidad se presenta poco o nada clara antes sus ojos. "El ingenio", decía el Lazarillo, "se avisa con el hambre." El exceso de bienestar, quién lo ignora, estimula la indisciplina y la pereza. Se me hace a mí que la causa principal que aparta hoy día a tantos niños de la lectura de libros no es la televisión, como se afirma con frecuencia. Más culpa les hallo a la demasiada comodidad y a las panzas repletas.

Cumplidos los catorce, pasé de un colegio de agustinos a otro regentado también por eclesiásticos, pero con mejor ventilación en todos los sentidos de la palabra. Aún vivía Franco, aunque ya le quedaba poco. En el nuevo colegio, un sacerdote sin sotana despertó en algunos discípulos el gusanillo de leer. éste (Pedro María Manchola se llamaba), experto en el arte de la motivación, fue por así decir el hombre que en materia literaria nos enseñó a nadar. No le hizo falta echarnos por la fuerza a la piscina. Todos los días nos salpicaba desde dentro unas gotas de agua tibia y rica. Eso y algo de paciencia sabia obró el prodigio.

Sentado a la mesa debido a una dolencia de sus piernas, don Pedro tenía costumbre de abrir un ejemplar de Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach, y leer unas cuantas páginas en voz alta. Era un rito que él llevaba a cabo hubiera o no silencio en el aula. No le faltaban dotes de intérprete, las suficientes para sacar de la modorra a aquella piña de muchachos embarrados. Recuerdo que cambiaba a menudo el timbre de voz. Ciertos pasajes los acompañaba con gestos súbitos de entusiasmo, o de melancolía, o de no se sabía muy bien qué. En ocasiones se quedaba unos instantes callado mientras dirigía la mirada misteriosamente hacia algún punto impreciso por encima de nuestras cabezas.

Jamás le oí ensalzar la lectura en función del placer, como se estila hoy día. Con sagacidad didáctica, don Pedro se abstenía de colocar los libros a la misma altura de estimación que las expansiones habituales de los adolescentes, guardándose de establecer una competencia de actividades que sin duda hubiera redundado en detrimento de las que requieren concentración y sosiego. Su truco era tan sencillo que no parecía truco: convirtió la lectura en una experiencia compartida. Nos tronchábamos de risa oyéndole referir pormenores, a veces picantes, casi siempre graciosos, de las novelas leídas por él recientemente. Le gustaba prestar libros y, otro día, daba la palabra en clase a quienquiera que los hubiera leído, pidiéndole, eso sí, que por favor no contase el desenlace por si a algún compañero le apetecía leer la misma obra. La dirección del colegio tuvo la feliz ocurrencia de situar en la sala de juegos una estantería con libros. Cierto día sorprendí a un compañero ojeándolos con ostensible curiosidad. Se formó al cabo de un tiempo un grupo selecto de lectores. Mi mejor amigo dio en pasarse los recreos leyendo en lugar de bajar conmigo al patio a zumbarle patadas al balón. Empecé a sentirme relegado. Al fin, piqué. Por primera vez en mi vida elegí a capricho un libro para mirarlo en casa y tratar de comprender a solas por qué aquellos chavales que no eran ni amanerados ni enfermizos se entregaban a una actividad tan lenta, tan silenciosa y poco expuesta a los peligros. Mi mano se decidió por un volumen fino poblado de dibujos. Un tonto del haba se mofó de mí por ello. Conque la siguiente vez cogí uno gordo, uno de machos por así decir.

Creo que no hay manera más efectiva de aficionar a un niño a la lectura que poniéndolo a convivir con otros niños lectores. De hecho, los denominados bestsellers parten de un fenómeno de base psicológica que se produce al generalizarse la sensación inquietante de perderse algo bueno y quedar excluido de un círculo de afortunados. El éxito internacional de los libros de Harry Potter lo confirma con creces. He visto largas colas de adolescentes ansiosos por adquirir un ejemplar de dicha serie el mismo día de su puesta en venta. No faltaron luego el pelma de turno ni el voluntarioso guía de conciencias que censuraran en los medios de comunicación semejante desmesura consumista. ¿En qué quedamos? ¿No andamos lamentando a todas horas que nuestros hijos leen poco, que no leen nada, que sólo ven la tele? Asombra comprobar lo tontos que pueden llegar a ser a veces los inteligentes.