Opinión

La Naturaleza ya no será más la Naturaleza

por Fernando Gómez Aguilera

1 junio, 2006 02:00

Domesticada hasta sus ingles e (in)civilizada frenéticamente, la naturaleza ha perdido su mítico estatuto afirmativo para convertirse en una inquietante interrogación crítica. En el horizonte de la sociedad de consumo, el riesgo y la industria del ocio, las incontroladas fuerzas del mercado se han convertido en un formidable paisajista que acumula velocidad, mutación e intensidad en su invasivo e irrefrenable proyecto de territorializar la Tierra, de usarla y exprimirla hasta el último confín. Han surgido nuevas formas visuales, nacidas de la fusión entre naturaleza y cultura tardomoderna, que proporcionan, a su vez, indicadores sensibles del modo relacional humano con el suelo y los recursos impuestos por el código turbocapitalista. Desprovistos de una ética de la Tierra que arbitre un orden de convivencia equitativa y democrática entre la voz humana y la voz de lo no humano, el mundo formaliza su queja mediante el grito del deterioro ecológico y paisajístico y la injusticia planetaria.

Vencida la feliz modernidad del progreso, huérfanos de exotismos, nos concierne otra naturaleza, crecientemente artificializada, gobernada por la entropía y la vulnerabilidad, levantada sobre heridas sangrantes, precaria e impredecible en su evolución, que, bien mirado, ha terminado por comportarse como un modelo no lineal, inestable en términos de equilibrio, caótico y complejo, no sólo atravesado por la incertidumbre sino por nerviosos resortes de interpelación cultural. Sin duda, provocamos y asistimos a un proceso de refundación de la naturaleza.

Los paisajes contemporáneos se encuentran afectados por un proceso acelerado de transformación. Si antes se producían y estabilizaban en torno al largo tiempo de la Historia y la sucesión de generaciones, en la época postindustrial se asocian al período breve de la vida humana e incluso, dentro de ese ciclo de experiencia, no es infrecuente que el individuo sea testigo de una o más variaciones paisajísticas sustanciales. La naturaleza se desestabiliza ecológicamente, pero también desde perspectivas estéticas y patrimoniales, abriéndose a nuevas dimensiones icónicas.

Reconocemos ya, sin esfuerzo, que nuestro mundo está gobernado por fuerzas colosales que ejercen violencia incontrolable sobre el espacio físico. La urbanización del planeta avanza indefectiblemente, en tanto que los grandes sistemas de redes -ejes de comunicación, transacciones monetarias, flujos de información…- porcionan la original continuidad de la capa terrestre, aislando fragmentos e invirtiendo la topología geológica. Se agrega además la densa colonización que nuestra especie ejerce sobre la geosfera, poblándola, extrayendo recursos naturales, vertiendo residuos, consumiendo energía y, en definitiva, manipulándola intensamente en virtud de una ideología de dominio y poder asentada en el antagónico mito moderno del progreso lineal y el optimismo tecnocientífico. La potente industria del turismo mete su gigantesca cuchara en el entorno global y lo manipula y acomoda, estimulando dinámicas de creación de "paisajes medios" cuando no de redundantes parques temáticos.

Buena parte de nuestros escenarios terrestres son reflejo del metabolismo insostenible de la sociedad actual, de nuestras patologías productivas, pero también de las deficiencias notorias en la gestión del territorio, sometido a los excesos de una supuesta eficiencia funcional y económica, cuando no a las pulsiones de la especulación y el saqueo más desnudos. La resignificación y la renovación formal de la corteza terrestre dan lugar tanto a emergentes cartografías simbólicas y estéticas, como a nuevas concepciones (multidimensionales) y distintas formas de percepción y subjetividad. Mientras tanto, los paisajes actuales se mercantilizan y banalizan a instancias de fuertes procesos de homologación y de adelgazamiento de su singular espesor cultural: pierden diversidad, al tiempo que nos incitan a generar nuevas proyecciones y sinergias estéticas. La naturaleza -cualquiera que sea hoy su condición- y el paisaje como espacios y bienes públicos primordiales deberían concernir no sólo a la economía, sino a la política y a la ética compartida: a las reglas de la democracia antes que a la mecánica del mercado. Tal estado de cosas parece reclamar una ética de convivencia, que equilibre la vigente concepción monetarista: el respeto y el reconocimiento moral (solidario) de la Tierra, sin desatender el derecho al paisaje, sin jerarquías y en su diversidad, que asiste a todos los seres humanos.

En una circunstancia histórica dominada por el desbordamiento y el riesgo generalizado, en la que la agresión ecológica a escala global amenaza la viabilidad de nuestro sistema y genera polaridades sociales insoportables, la representación del paisaje ha experimentado modificaciones y aperturas sustantivas, haciéndose eco de los nuevos modelos de percepción. Además de aparecer el gran fenómeno urbano -y urbanizador- de nuestro tiempo como reiterado motivo (John Davies, Jordi Bernardó), se refleja el choque entre naturaleza y cultura, o simplemente las manifestaciones plurales de las relaciones y tensiones entre una y otra -la entropía paisajística, la documentación fotoperiodística del deterioro planetario y su enervada antropización, la poética de la herida, la crítica al paradigma del progreso y el consumo-, tal y como puede apreciarse, por citar sólo algunos casos, en la obra de Edward Burtynsky, Chris Jordan, Olafur Eliasson, Rodney Graham, Montserrat Soto o Alex MacLean.

Junto a fórmulas de estilización pictórica o compositiva (Misha de Ridder, Uta Barth, Kart Blossfeldt) y los relatos románticos que narran fragmentariamente la nostalgia del paraíso (Axel Hötte, Thomas Joshua Cooper, Nobuo Asada, Elger Esser), el discurso de la imagen se abre asimismo a la escultura natural efímera capturada (Nils-Udo, Andy Goolsworthy), a la expresión de conflictos sociales en el contexto de los territorios (Jesús Abad), a la naturaleza hostil y la vida del ser humano en condiciones extremas o, en fin, a la construcción de naturalezas artificiales (Suky Best, Timtschenko o los paisajes sin memoria de Fontcuberta).

Pocas dudas caben a estas alturas de que la fotografía se ha mostrado como el género más ágil y flexible a la hora de reinterpretar y entablar diálogos polivalentes con la crisis de la naturaleza, la reinvención del paisaje y el nuevo (des)orden de los territorios. O sea, el naufragio y la refundación de la naturaleza.


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