Letras

Mao. La historia desconocida

Jung Chang y Jon Halliday

1 junio, 2006 02:00

Mao, por Gusi Bejer

Traducción de A.Diéguez y V.E. Gordo del Rel Rey. Taurus. 2006. 1040 Págs. 40 euros

Entre los peores tiranos del pasado siglo son Hitler y Stalin quienes ocupan el lugar prominente, mientras que a Mao se le recuerda en un discreto segundo plano, si es que no se considera que su obra constructiva, la renovación del poderío chino, matiza la gravedad de sus crímenes. Chang y Halliday lo presentan como un dictador cruel y megalómano, carente de cualidades positivas y sin más ambición verdadera que la del poder.

No estamos pues ante un análisis desapasionado de la trayectoria del dictador chino, sino ante una vibrante denuncia, que no ofrece interpretaciones novedosas pero que se apoya en un extraordinario esfuerzo de documentación y sabe captar la atención del lector. Jung Chang, hija de dos militantes comunistas represaliados durante la Revolución Cultural, en la que ella participó como joven guardia roja, tuvo ya un gran éxito hace quince años con Cisnes salvajes, una reconstrucción de la historia de China en el siglo XX, evocada a través de los recuerdos de su abuela, de su madre y de ella misma. Su nuevo libro, escrito en colaboración con su marido, el historiador británico Jon Halliday, ha tenido una gran acogida y es probable que se convierta en un clásico.

Los autores han consultado numerosas fuentes en diversos países, han entrevistado a muchas personas que trataron a Mao y conocen bien la amplia producción de los nuevos historiadores chinos, que en los últimos años están renovando profundamente el conocimiento de la era maoísta. Y al lector occidental, que ignora tales estudios, la historia que cuentan le resulta en verdad desconocida. El enigmático dictador, que permanecía al margen de todo escrutinio público y prefería manejar las riendas del poder de manera oculta, como cuando promovía durante la Revolución Cultural los ataques "espontáneos" de los estudiantes contra dirigentes de su propio partido, aparece bajo la luz implacable de muchos testimonios directos. Y la imagen que resulta es despiadada. Vemos a un Mao a quien la suerte de los chinos le era indiferente, que no dio importancia a que millones de ellos murieran de hambre en el curso del Gran Salto Adelante, y que era capaz de hacer sufrir a quienes habían sido sus colaboradores durante décadas.

La denuncia de los crímenes del dictador no hace sin embargo que Mao: La historia desconocida resulte un libro de lectura angustiosa. Los autores no se complacen en la descripción de detalles espeluznantes y, aunque hay algunas escenas terribles, el tratamiento suele ser elíptico. No faltan por otra parte los elementos cómicos y a menudo la sensación que tiene el lector es la de encontrarse ante una pieza de teatro del absurdo. A ello contribuye el hecho de que, para castigar a sus adversarios, Mao recurriera a veces no a la violencia brutal, sino a la humillación prolongada. Una de las principales víctimas de la gran purga que supuso la Revolución Cultural fue Liu Shaoqi, miembro del Partido Comunista Chino desde 1921, crítico de los catastróficos errores cometidos durante el Gran Salto Adelante y presidente de la República Popular tras el fracaso de aquel, a quien Mao dejó morir por falta de tratamiento médico tras tres años de encierro. Su esposa, Wang Guangmei, a quien estaba muy unido, sufrió también el castigo y en su humillación se empleó el recuerdo de una de sus "faltas": ¡en un viaje oficial a Indonesia se había puesto un collar! En la atmósfera de puritanismo demente que por entonces dominaba China ello era intolerable. La imagen se encuentra en el álbum fotográfico del libro: una señora de edad avanzada, grotescamente ataviada con el extraño collar, a quien dos hombres levantan los brazos por detrás y obligan a inclinar la cabeza. ése era el estilo del totalitarismo maoísta, que gustaba de implicar a un gran número de personas en la humillación, la tortura o la muerte de sus víctimas.
El puritanismo no se extendía a la vida sexual del propio Mao, que en ese aspecto emuló a los emperadores que le precedieron, con la diferencia de que, en vez de concubinas imperiales de elevado rango, eran jóvenes cantantes o bailarinas de las fuerzas armadas sus compañeras favoritas. Así es que, tras su enfrentamiento con Lin Biao consideró prudente despedir a las que procedían del Ejército del Aire, en el que abundaban los seguidores de su antiguo delfín, cuyo avión se estrelló en Mongolia cuando huía tras haber caído en desgracia. Mao era también un amante del paisaje y se hizo construir numerosas residencias en algunos hermosos lugares, aunque los bloques de hormigón a prueba de bomba con que aquellas se construyeron no armonizaban precisamente con su entorno, como ocurría con los pabellones de los antiguos mandarines.

No eran sin embargo las recompensas materiales, ni siquiera las sexuales, las que importaban al dictador. Como casi todos sus congéneres, lo que ansiaba era el poder, primero en China y luego en la esfera mundial. A ese fin no habría vacilado en enfrentarse a una guerra nuclear, en la confianza de que la inmensa China podría soportar muchas más bajas que sus adversarios. Luego, en sus últimos años, adquirió el gusto por las visitas de estadistas extranjeros, que debía considerar como un tributo a su grandeza. Es más, desarrolló una curiosa estima por Richard Nixon, a quien invitó a una última visita después de que el escándalo Watergate le hubiera costado la presidencia. Apreciaba las piezas de la literatura clásica china acerca de reyes y héroes que fracasaron y llegó a mostrar respeto a Chiang Kai-sheik, su viejo enemigo. Al parecer sólo los grandes, sus iguales, le interesaban al final. ¿Fue pues el comunismo sólo un medio para su ambición de poder? Chang y Halliday parecen creerlo así, pues consideran que incluso en su juventud fue un "creyente tibio" en los dogmas del marxismo. Pero su ambición personal no excluye que tuviera una genuina voluntad de transformar China y quizá el mundo, de fundar un orden nuevo inspirado en los principios marxistas, que él reinterpretó a su modo. No es ésta una cuestión que se plantee en Mao: la historia desconocida, que no es un libro de análisis profundo sino una brillante diatriba contra un hombre que causó un enorme sufrimiento a millones de sus conciudadanos y que, sin embargo, sigue siendo reverenciado por sus sucesores, que han abandonado sus políticas pero prefieren no abordar una revisión histórica que, inevitablemente, cuestionaría la legitimidad del Partido Comunista Chino.

En términos generales, la objetividad es la gran virtud de los historiadores, pero de vez en cuando resulta conveniente leer algún libro movido por una sana indignación, siempre que esta no lleve a sus autores a tergiversar los hechos. Chang y Halliday odian a su biografiado, pero no lo tergiversan y si alguna de sus generalizaciones puede parecer excesiva, el retrato global que ofrecen de Mao resulta trágicamente creíble.