Image: La ubre teórica y el Nobel

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Opinión

La ubre teórica y el Nobel

23 octubre, 2009 02:00

Por Fernando Aramburu
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El ciudadano actual, informatizado y televidente, con poco tiempo para el ejercicio apacible de la matización, ha derivado en un ser de opiniones. Leo al columnista asiduo, escucho al radiocontertulio habitual, y me quedo boquiabierto. Para la bomba en un mercado de Bagdad, para el último accidente ferroviario, para el escote de la ministra, para todo disponen ellos de una opinión rápida y tajante que, además, consideran digna de ser comunicada, con la que tal vez estén sinceramente de acuerdo. Entonces me siento abrumado, solo, inferior, y no porque me falten brazos para cargar sobre la espalda un costal de opiniones ni me prive de esparcirlas a voleo como los congéneres aludidos, a menudo sin darme cuenta.

Es otra cosa. Es que yo con frecuencia no opino lo mismo que yo. O sea, que disiento de mí, no sé si me explico. Me enzarzo en discusiones durante las cuales abrazo certidumbres distintas, incluso opuestas; soy a un tiempo o sucesivamente de derechas, de izquierdas y de centro; me escondo bajo la cama para no ofender a nadie; me callo por prudencia y a continuación no me callo por que no me tilden de medroso, aunque seguro que lo soy, y concluyo, en fin, diciéndome que me convendría poner orden en el cerebro empezando otra vez por los presocráticos.

Un método infalible para ahorrarse la molestia de la duda y el trabajo de llevarse la contraria consiste, según me han dicho, en acogerse a una ideología. Las ideologías funcionan como las vacas lecheras. Basta con apretar la ubre teórica para llenar el lebrillo de argumentos. Es la mar de cómodo. Lees un programa electoral, una manifiesto, un texto sagrado, y sabes a qué atenerte hasta el final de tus días, donde te espera el paraíso celestial, la utopía consumada o simplemente el limbo de los que siempre tienen razón.

Me topé días atrás con un pasaje perspicaz en un libro de Luis Goytisolo, adquirido, escrito sea de paso, tras encapricharme con la cubierta, de una fealdad sin tacha, por lo cual mando una felicitación a Siruela, que durante años nos había confitado astutamente con el reclamo del buen gusto. La artimaña así cebada es un buen libro. Se llama Cosas que pasan. Reúne reflexiones de índole política y literaria cuya profundidad, expresada con llaneza, se agradece; una suma copiosa de recuerdos y el relato (a la porra con la intimidad) de peripecias sexuales. Le cobré simpatía a Goytisolo (Luis) desde la página no sé cuántos. Al leerla supe que mis ojos no son los únicos que alguna vez vertieron la lagrimica en llegando al desenlace del Quijote, mecagöenlá, el pobre viejo. Y en esto agarra Goytisolo (Luis) y se pregunta, como quitándome la palabra de la boca, para qué hay que tener una ideología. Ahí estamos, maestro. Como no sea para dominar o que nos dominen, para qué someter a una explicación general de los fenómenos del mundo nuestras intuiciones particulares, tan volubles, tan inciertas, tan inconsistentes. No es lo mismo pensar que creer.

Escribo esto ya que el otro día tuve en esta página ciertos regocijos a expensas de los galardones literarios, aunque también en mis estanterías se cubren de polvo varias esculturas con placa, y a pesar de que, lo mire por donde lo mire, el asunto este de los premios me la refanfinfla total. No me llega el alma para endosarles el rapapolvo de Echevarría. Aún menos para rechazarlos al modo público de Goytisolo (Juan), en parte porque tengo hijos, hipoteca y otras servidumbres propias de la condición humana, en parte porque nunca nadie se acordó de instruirme en el arte de la ingratitud. Lo peor, con todo, lo que definitivamente me convierte en la persona menos fiable para custodiar tesoros, son ciertos placeres suaves que me cosquillean cuando me revuelco en el barro de las contradicciones.

La concesión del premio Nobel de Literatura a Herta Möller me emocionó. Mi acercanza (secundo la campaña bloguera de Fernando Valls para resucitar este cadáver verbal) a unos cuantos lectores alemanes y una entrevista lúcida y sincera, publicada tiempo atrás en Der Spiegel, me tenían levemente al corriente de la categoría literaria y humana de esta escritora. No voy a dármelas de enteradillo. El día de la noticia tiré de Google como todo quisque. Me complació sobremanera que la Academia Sueca metiese la mano más abajo de la capa oleaginosa donde flotan los promocionados y favorecidos diversos, para darnos a conocer a todos, empezando por rumanos y alemanes, un conjunto de obras tan desconocidas como valiosas. Claro que al día siguiente le aplastaron a Obama en la cara la tarta del Nobel de la Paz y al punto volví a mi opinión anterior sobre los premios.