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Opinión

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Por Agustín Fernández MalloVer todos los artículos de 'Ctrl+Alt+Supr'

11 junio, 2010 02:00

Agustín Fernández Mallo


Parecía imposible, pero un lunes, a las 6:30 de la madrugada, se acabó Perdidos. Nunca un producto televisivo había causado tanta expectación en un capítulo final que, como la final del Mundial de fútbol o el 11-S, fue televisado simultáneamente en todo el Planeta. El éxito de Perdidos quizá radique en el uso de una técnica común pero sacada de quicio: diferir la solución de enigmas durante 5 años -lógicamente, al final no se resolvieron-, superponer cientos de misterios en capas, llevar al límite la paciencia del espectador hasta caer éste rendido ante un objeto que, por agotamiento, asciende a la incomprensibilidad de la maravilla. Hoy hay quien, -sacando de quicio a su vez la conocida frase de Theodor Adorno- se pregunta cómo será posible hacer series de televisión después de Perdidos. Eso me hizo recordar que en 1978 otra maravilla de teleserie tuvo en vilo a millones de espectadores europeos, Holocausto. En aquélla lo que se acumulaban eran otro tipo de enigmas: cuerpos gaseados, cada uno con la incomprensibilidad de su misterio absoluto. Que cada cuál extraiga sus conclusiones.