Agustín Fernández Mallo
Parecía imposible, pero un lunes, a las 6:30 de la madrugada, se acabó
Perdidos.
Nunca un producto televisivo había causado tanta expectación en un capítulo final que, como la final del Mundial de fútbol o el 11-S, fue televisado simultáneamente en todo el Planeta. El éxito de
Perdidos quizá radique en el uso de una técnica común pero sacada de quicio: diferir la solución de enigmas durante 5 años -lógicamente, al final no se resolvieron-, superponer cientos de misterios en capas, llevar al límite la paciencia del espectador hasta caer éste rendido ante un objeto que, por agotamiento, asciende a la incomprensibilidad de la maravilla. Hoy hay quien, -sacando de quicio a su vez la conocida frase de Theodor Adorno- se pregunta cómo será posible hacer series de televisión después de
Perdidos. Eso me hizo recordar que en 1978 otra maravilla de teleserie tuvo en vilo a millones de espectadores europeos,
Holocausto. En aquélla lo que se acumulaban eran otro tipo de enigmas: cuerpos gaseados, cada uno con la incomprensibilidad de su misterio absoluto. Que cada cuál extraiga sus conclusiones.