Madrid, 1901. Pío Baroja y Pablo Picasso fueron como el aceite y el agua. Resulta difícil asociarlos. El donostiarra y el malagueño –el escritor era mayor que el pintor– se llevaban nueve años. Lo cierto es que se conocieron y se trataron con asiduidad durante unos meses. Fue en Madrid, en 1901. En una breve estancia madrileña, Picasso fue director artístico e ilustrador de la revista Arte Joven, de la que solo se publicaron cuatro números ese año. Pío y su hermano Ricardo –más amigo de Picasso y su maestro en el arte del grabado– colaboraron en ella.
Pío había publicado el año anterior sus dos primeros libros, Vidas sombrías y La casa de Aizgorri. Ese año consolidó su carrera con Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox –novela para la que Picasso realizó algunas ilustraciones– y, sobre todo, con Camino de perfección. Picasso ya había hecho su primera exposición individual en Els Quatre Gats, en Barcelona, había visitado París –como Baroja– y estaba iniciando su periodo azul.
Los degenerados. La idea para este artículo me ha venido de la visita a la muy recomendable exposición Julio González, Pablo Picasso y la desmaterialización de la escultura (Fundación Mapfre). En la cartela del impresionante yeso de Carles Mani titulado Los degenerados, se dice que pudo ser Pío Baroja quien pusiera en contacto a Mani y a Picasso en Madrid.
Esa pieza puede verse en la sección II de la exposición, en la que se muestran obras de Picasso y de González –y de otros– que delatan un interés, común a ciertos modernistas catalanes del momento, por los pobres y los desamparados. Ahí habría un punto de conexión episódico entre Picasso y Baroja, quien solo tres años después de su relación iniciaría con La busca su trilogía de 'La lucha por la vida'.
El retrato. Ejecutado al carboncillo y en menos de una hora –según contó el escritor después–, el retrato que Picasso hizo de Baroja en la primavera de 1901 fue portada de Arte Joven, y el vasco –que no había cumplido los treinta– aparece con ciertos aires de gañán rufianesco, emparentado con sus inminentes personajes suburbiales de La busca.
Baroja detestó a fondo todas las vanguardias en las que Picasso estuvo inmerso
Baroja y Picasso volvieron a encontrarse tres años después en París y, que se sepa, no hubo más entre ellos. Ni en pintura compartieron gustos, salvo la admiración por Van Gogh, y seguro que alguna más. Velázquez, tan querido y homenajeado por Picasso, nunca le gustó a Baroja, que detestó a fondo todas las vanguardias en las que Picasso estuvo inmerso y llegó a calificar –igual que al Surrealismo– al Cubismo, que el malagueño cultivó, como una “estupidez”. Baroja apreció mucho a los impresionistas franceses –ahí se quedó– y desdeñó a fondo todo el arte del siglo XX, excepción hecha de la pintura de algunos de sus amigos como Regoyos, Echevarría y Zuloaga.
Un tipo raro. Baroja se ocupó de Picasso en sus memorias. Hablando de su amistad madrileña, Baroja vio en Picasso a un joven simpático e inteligente, con talento y dotes, un poco turbulento, de mirada aguda y sonrisa irónica y burlona, propenso a la exageración y divo. Su mayor reproche, pasado el tiempo: “Su obra reunida no tiene carácter, porque no tiene continuidad”.
Baroja admitía que –como El Greco– un pintor tuviera etapas dentro de una evolución. Pero se mofaba de los sucesivos estilos de Picasso, que le parecían máscaras, disfraces, transformismos en pos del éxito. ¿Qué demonio es –se preguntaba– un pintor que ha tenido siete u ocho maneras de pintar? Y concluía, sin mucho afinamiento crítico, la verdad: “Picasso quedará en la historia de la pintura moderna como un tipo raro”. Baroja hablando de raros…