Eduardo Hafon Manuel Borrás

Eduardo Hafon Manuel Borrás

DarDos

¿Hay que traducir el español al español?

A menudo presumimos de una lengua, el español, que hablamos 500 millones de personas en el mundo, pero ¿realmente nos comprendemos? ¿Es tal su riqueza que necesitamos “traducirlo” para entendernos, o la prepotencia está ya superada? El escritor Eduardo Halfon y el editor Manuel Borrás opinan que sí

25 enero, 2019 01:00
Eduardo Halfon
Escritor

Elogio de un camote

Un escritor latinoamericano de cierto renombre, cuyo nombre no diré, me contó alguna vez que, al ver su nueva novela recién publicada en España, descubrió que la editorial de renombre, cuyo nombre tampoco diré, la había españolizado por completo sin consultárselo. Es decir, habían traducido todas sus palabras y expresiones locales (la novela es sobre un secuestro) por palabras más españolas. Afortunadamente, este escritor tenía una agente literaria de renombre, cuyo nombre tampoco diré, quien de inmediato obligó a la editorial a, primero, retirar todos los ejemplares de las librerías, y luego a reimprimir la novela tal como el escritor la habí a enviado en el manuscrito. La editorial, por supuesto, tuvo que acceder. Nunca supe si se disculparon.

Esto sucedió hace una veintena de años, pero la anécdota sigue vigente. Estoy seguro de que todavía existen algunos editores españoles -sospecho que pocos o al menos pocos dispuestos a confesarlo lapidariamente- que insisten en traducir o modificar el lenguaje demasiado latinoamericano de sus autores. Imagino que ellos argumentarían que así los lectores

"Las distintas manifestaciones latinoamericanas del lenguaje son la evidencia de un español vivo e inclusivo, rico y libre, no pese a sus variantes y malentendidos, sino debido a ellos"

españoles entenderán mejor la obra. O que así los lectores españoles no se sentirán confundidos con algunas palabras. O que así, dirían los editores más sabuesos, no correrán ellos el riesgo de perder su clientela. Pero cualquiera que sea su argumento, nosotros, de este lado, siempre lo hemos sentido como una actitud paternalista, monárquica, de alguien que -consciente de ello o no- sigue tratando a los latinoamericanos como súbditos. Pues nunca, que yo sepa, se ha intentado transformar el lenguaje de un mexicano cuando éste se publica en Colombia, o el de un chileno en Argentina, o el de un guatemalteco en Ecuador. No es que sea absurdo: es algo que ni siquiera se le ocurriría a un editor de este lado. Incluso las palabras que puedan generar confusión o malentendido, no se tocan. “Tengo un calambre en el camote”, por ejemplo, para un guatemalteco significa que tiene un calambre en la pantorrilla, mientras que un mexicano tendría un calambre en el pene. Pobre mexicano. Pero cada quien con su calambre.

Como latinoamericanos, nos embelesa leer las descripciones desérticas de Juan Rulfo (“A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada”), o la jerga tan argentina de Julio Cortázar (“Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan”), o la antipoesía chilena de Nicanor Parra (“Nos desplazamos a lomo de luma como los vendedores de cochayuyo”). Más que entender las palabras, entendemos el deleite de las palabras de nuestros vecinos. Nos asombramos ante su música y su ingenio. Comprendemos que las distintas manifestaciones latinoamericanas del lenguaje celebran las diferencias culturales de nuestros países: son la evidencia de un lenguaje vivo e inclusivo, de un español rico y libre, no pese a sus variantes y malentendidos, sino debido a ellos. Sabemos y elogiamos, en fin, que un camote es mucho más que un camote.

Manuel Borrás
Editor, director de Pre-Textos

Historia de una pasión

Deberíamos saber que nuestros problemas surgen precisamente cuando establecemos una divisoria entre el nosotros y el vosotros. Si el mejor libro que puede escribir un editor literario, como he repetido hasta la saciedad, es su propio catálogo, aquél compromete esa memoria con una lengua, en nuestro caso, el español, que sobrepasa la geografía y los Estados. Porque el idioma español lo constituyen tanto las cadencias exóticas que pueden oírse en la selva amazónica, como el dulce castellano del Caribe, el refinado de los criollos andinos o el recio de los castellanos viejos. Nuestro idioma nos conecta a un recuerdo exquisito, pero el español del Nuevo Mundo es una forma que predice una inteligencia áspera en sus sabores y vital, desafiante. De ahí que la editorial Pre-Textos no sólo haya venido esforzándose por incorporar a su catálogo la labor creadora de escritores americanos, sino también su labor traductora.

"En el caso de que se hubiese empleado un modismo demasiado local, que no fuese inteligible en algún otro país, se ha tratado de consensuar con el traductor una solución más universal"

Nunca tuve la tentación de cambiar una sola palabra, ni lo sugerí, de un texto cuando se trataba del original de un escritor hispanoamericano. En nuestra editorial siempre hemos sido muy escrupulosos al respecto, y más siendo conscientes de que una empresa cultural con la vocación americanista de la nuestra, aspecto que la ha caracterizado desde sus inicios fatal y felizmente, se dirigía a una comunidad mucho más vasta y, en consecuencia, rica, que la que constituimos cincuenta millones de peninsulares. Nuestra lengua es algo mucho más serio, es un patrimonio de cuantos la hablamos y no sólo de aquellos que dictan las reglas para su buen uso. Si el español es una lengua tan viva, tan dinámica, es gracias a su diversidad y no precisamente a la RAE. Quizá la unidad sólo sea posible si cada una de las partes que la constituyen sabe y, sobre todo, es consciente de la independencia de las otras partes.

Algo bien diferente ha sido abordar una traducción realizada por algún escritor o traductor latinoamericano. Entonces, y en el caso de que se hubiese empleado algún modismo demasiado local, que no fuese inteligible en algún otro país, se ha tratado de consensuar con el traductor una solución más universal. Siempre hemos encontrado puntos de convergencia. Cuando se enfrentan dos personas cultas, es decir, educadas, no cuesta coincidir.

Es muy fácil clamar, amparados en cierta retórica de la hispanidad, por la fraternidad que debería acercar ambas orillas de nuestra lengua y seguir viendo a nuestros iguales americanos sólo como potenciales clientes y no como ciudadanos de derecho, con su idiosincrasia. Esa actitud interesada nos vincula más a un depredador neocolonialista cultural que a un hermano. Aún no hemos entendido que tenemos una deuda de amor con América. Para terminar, me gustaría que pensásemos por un instante en cuánto nos ha dado América y cuánto le hemos aportado nosotros en una no siempre equilibrada correspondencia, y quizás así cambiase nuestra óptica respecto a si es de recibo traducir el español a un solo español. Y jamás olvidemos que los lectores pueden ser influenciables, pero nunca tontos.