Ana Merino
Novelista y poeta. Premio Nadal
Desde la lejana Iowa
Desde la lejana Iowa City el hispanismo más creativo lamenta profundamente que Javier Marías ya no esté con nosotros. Hace siete años intenté traerlo a este paraje de campos de maíz y cielos inmensos, pero el bastidor kafkiano de la burocracia y sus rituales presupuestarios no entendían que los escritores cuando llegan a una edad para viajar necesitan verdaderos alicientes tangibles, cierta comodidad y mucha energía, y que el tiempo de escritura es sagrado y que el vértigo y la tensión de los aviones no merece la pena si el disfrute de los dedos tecleando en casa es infinitamente más energético y satisfactorio.
Estar en tu propia mesa escribiendo, pensando, viviendo existencias imaginadas, es en realidad una forma de estar muy vivo. Una manera de latir a un compás pleno y preciso en el instante mismo de teclear las letras del alfabeto. Los dedos como ritmo musical, el humo como invocación mezclándose con el aire. Así nos lo imaginábamos, observador de su aliento en el proceso mismo de la creación al respirarla, sumergido en la densidad de un pensamiento peculiar que hacía sustrato en el tiempo de las páginas.
Al leer sus textos vemos un entramado de sensaciones, atmósferas y vidas secretas, el pálpito del impostor y el espía que se deslizan por mundos paralelos, el desamor como fragancia humana, las pasiones mezcladas con el miedo. Claves que quieren contarnos la verdad bajo una máscara de ficciones enrevesadas, de negaciones y renuncias, el no querer saber y al final, estrellarse con todas las respuestas.
El círculo se cierra: madre, padre e hijo se reencuentran en la extrañeza de la muerte, como en un cuento melancólico donde todos los personajes se descubren observando su vida
Vidas parecidas, inquietantes, fragmentadas, imprecisas, ambiguas, solitarias y silenciosas. Vidas capaces de hablar otros idiomas y buscan reconocerse, interpretar o traducir el misterio de la existencia misma.
A Javier Marías no le gustaba volar. En su infancia, cuando todavía se viajaba en barco, conoció Nueva Inglaterra, porque su padre el filósofo Julián Marías había encontrado refugio en un país que apoyaba la libertad y le ofrecía un pequeño espacio, con estancias académicas y docentes en diferentes universidades, para seguir adelante junto con su mujer Dolores “Lolita” Franco y sus hijos.
La historia familiar se mezclaba con la historia de España, la trama de lo que pudo ser posible y no fue; y la otra trama, la de vidas en otros lugares sonando en varios idiomas, junto a la memoria dolorosa de lo perdido y todas sus injusticias.
La madre de Javier Marías murió en el año 1977, al principio de una nueva trama en la historia de España. No pudo ver los éxitos y reconocimientos de su hijo al que había trasmitido su amor por la traducción y la literatura. Ella, que fue el sustento emocional del filósofo Julián en esos penosos meses tras la guerra civil cuando fue encarcelado, se marchaba antes de tiempo.
Ahora, su hijo, se ha marchado precipitadamente. El círculo se cierra: madre, padre e hijo se reencuentran en la extrañeza de la muerte, como en un cuento melancólico donde todos los personajes se descubren observando su vida y empiezan a interpretar las partes que faltan.
Marcos Giralt Torrente
Novelista. Premio Herralde
Javier
No hay un comienzo, una primera imagen. Al menos desde finales de los años setenta, Javier siempre estuvo. En la conversación de mi madre, de quien fue amigo antes que mío, y en alguna fiesta celebrada en casa cuando yo aún recibía en pijama y me retiraba tras saludar.
En la década siguiente, la de mi adolescencia, su presencia se acrecentó gracias a que mi madre se aficionó a llevarme de acompañante en inauguraciones y presentaciones de libros, sin excluir las cenas y copas improvisadas que surgían luego. Noches de Chicote y de El Universal y de El Hispano, madrugadas de Bocaccio y de la calle Pisuerga, que era donde Juan Benet tenía su casa y adonde íbamos a parar con frecuencia.
Fueron años viajeros para Javier, en los que vivió en Estados Unidos o en Oxford o en Venecia durante largas temporadas, pero en los cuales, cuando regresaba a Madrid, salía a la calle con hambre de reencuentros. No me ignoraba. Era de ese tipo de adultos que tratan a los niños como si no lo fueran. Su modo de relacionarse se asemejaba al de Benet: la ironía rápida o concienzudamente morosa, el humor, la conversación irreverente, la calidez.
Una vez me dijo que convenía dejar libros sin leer de los escritores que más admiras. Se equivocaba. Haber seguido su consejo con él no alivia su pérdida
1987 es el año en el que recuerdo haber conversado con él por primera vez largo y tendido. Estábamos en la discoteca Pachá, se me ha olvidado el motivo. Acababa de leer El hombre sentimental y se lo dije. Hablamos de Thomas Bernhardt y de Elias Canetti. Yo ya escribía o quería hacerlo. Desde entonces, me prestó una atención no mediatizada por la que dispensaba a mi madre.
Cuando nos veíamos, me recomendaba libros que en algunas ocasiones me enviaba después por correo. Fue insólitamente generoso conforme mi admiración por su obra crecía –Todas las almas, Mientras ellas duermen, Vidas escritas, Corazón tan blanco– y siguió siéndolo cuando en 1994 le di mi primer manuscrito. Lo leyó de inmediato, y se lo recomendó a quien todavía hoy es mi editor.
Con el libro ya publicado, asistió como público a una conferencia mía en la Residencia de Estudiantes. Ruego al moderador que modere al conferenciante, repetía cada vez que mis nervios me embalaban. Por entonces nos encontrábamos ya sin la compañía de mi madre, y solía aconsejarme que me retirase pronto, no perder demasiado el tiempo.
Lo han escrito muchos: Javier era un amigo extraordinario, un protector. Supongo que su orfandad materna lo hizo así. Pero también, y quizá por lo mismo, era algo radical en las rupturas, lo saben quiénes han leído los capítulos dedicados a Herralde y los Querejeta en Negra espalda del tiempo. Yo mismo lo sufrí en parte.
Cuando en 1999 tomé la decisión de seguir publicando en Anagrama pese a su tajante recomendación contraria, no me retiró la amistad aunque sí su padrinazgo. Me dolió, cómo decir que no. Con posterioridad, ambos hicimos intentos de recuperarnos, pero nunca nada volvió a ser como era. Sin embargo, ni por un momento dudé de que acudiría raudo en mi ayuda si lo llamaba con un problema.
Una vez me dijo que convenía dejar libros sin leer de los escritores que más admiras. Se equivocaba. Haber seguido su consejo con él no alivia su pérdida.