Aquella tenebrosa colonización que no conoció la piedad, emprendida durante los siglos XVI y XVII por los países europeos que todos sabemos, llevados como estaban por la codicia y la desmesura, tiene hoy su retorno. No me refiero a la masiva emigración actual hacia Europa, que ha modificado las ciudades y el mundo rural. No, señalo más bien a una doble colonización, una de ellas exógena; la otra, endógena.
La primera es de fácil detección, ya muy sabida, pues los que fueron primeros colonizadores han sido hostilmente colonizados a lo largo del siglo XX por la expansión de Estados Unidos, que ha sometido a la ciudadanía de este contradictorio y despistado continente a un sometimiento moral con intimidatorias maniobras, más o menos sutiles, que han alterado el natural fluir con engaños y promesas de aspiraciones materiales y comodidad (confort) sin límite, haciendo buenos los objetivos de un sueño americano que todo lo ha dinamitado y corrompido.
La inoculación del virus consumista ha domesticado y reducido a la nada a naciones enteras. El producto más promocionado y rentable de esta empresa con sede en la Casa Blanca, pensado para una clientela ingenua, ha sido la Libertad. Una libertad capciosa, impostada, pueril. China y Rusia se han sumado a esta masiva compraventa que ha transformado el mundo en un mercado fraudulento y de sobrantes, teniendo como productos estrella la Eficacia y la Igualdad social.
No solo los súbditos de estos últimos son los europeos y los asiáticos: estas potencias ahora se reparten África a manos llenas. Convendría que quienes son tan radicales y críticos –sin duda con razón– con aquellas colonizaciones iniciadas durante el mal llamado Renacimiento, pensaran que ellos también han recibido la visita intempestiva de los neoconquistadores, que nos han impuesto una realidad que ahoga y cría carcoma.
La otra colonización, la endógena y no menos estricta y devastadora, es la autocolonización a la que se somete cada individuo de manera voluntaria, un individuo asediado que no se deja en paz a sí mismo.
Llegará el momento en que la IA empiece también a angustiarse, querrá huir, precisará ansiolíticos. Nos implorará una salida
Autoexplotado, angustiado por sus día a día crecientes necesidades materiales y ocio embrutecedor, entregado al autoexpolio personal con su avidez de identidad, súbdito de las redes sociales más vergonzosas, que lo manipulan sin respiro e impulsan a una vida adosada sin vistas a ninguna parte, más que a una pantalla, adicto a los viajes ofertados de tal modo que hacen del mundo un saldo, convencido de que vive en Libertad y que, sin embargo, solo tiene miedo, miedo sobrecogedor, y es un obediente sin parangón, hipotecado, ensordecido, devoto de la novedad, ávido de digitalización y electrodomésticos inútiles, medicado por opulentos laboratorios farmacéuticos que han privatizado su estrés y su malestar, vive hoy erradicado de su responsabilidad política, ya que cree que esta es solo un asunto de los políticos.
Esta superposición de colonizaciones y autocolonizaciones no puede ser más desasosegante, ha encadenado a los ciudadanos, que apenas sienten los grilletes a causa de su ensimismamiento. Persuadidos de que no tienen escapatoria, nihilistas de última generación, temen ser desplazados por lo que se trama a sus espaldas, como si no estuviera ya todo tramado.
Tienen miedo de ser desplazados por la Inteligencia Artificial y su capacidad de humanizarse hasta el extremo. Pero no hay que preocuparse demasiado, porque si esta, efectivamente, acaba siendo una copia indistinguible de lo humano, llegará el momento en que empiece también a angustiarse, querrá huir, precisará de ansiolíticos ante sus múltiples algoritmos existenciales, acudirá a nosotros, nos necesitará, cederá, nos implorará una salida, sabe que somos maestros en estas luchas de la desolación y la desesperanza. La IA se dará cuenta de que somos los mejores en estas lides tan antiguas y humanas, nos colonizará, pero a su vez la colonizaremos.